Según H. P. Lovecraft, “la emoción humana más antigua y poderosa es el miedo, y la clase más poderosa de miedo es el miedo a lo desconocido”. Algo debía saber Lovecraft al respecto, pues es uno de los novelistas de terror más reconocidos.
El miedo a lo desconocido se asemeja a lo que en economía se denomina “incertidumbre”. No es igual porque un supuesto básico de la teoría económica (salvo en la economía conductual) es que las personas actuamos con base en la razón, y no con base en nuestros miedos. Lo que eso implica es que, aunque no sepamos con certeza cuál de los escenarios posibles nos deparará el futuro, intentamos asignarle a cada uno un grado de probabilidad. Por ejemplo, al lanzar una moneda al aire no sé si obtendré cara o sello, pero sé al menos que cada uno de los dos resultados posibles tiene un 50% de probabilidades de ocurrir.
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Aunque de lo que acabamos de hablar es del riesgo, no de la incertidumbre. O, al menos, no de lo que en su libro homónimo John Kay y Mervyn King denominan “incertidumbre radical”. Es decir, escenarios que serían particularmente difíciles cuando no imposibles de cuantificar. La pregunta sería, por ende, cómo actuar racionalmente cuando no podemos siquiera asignar una probabilidad de ocurrencia a un determinado escenario.
En ese caso, tal vez tenga sentido prepararse para el peor escenario posible, siempre y cuando ello no sea demasiado costoso. Por ejemplo, comprar grandes cantidades de bienes esenciales en previsión de que se produzca un escenario dantesco como consecuencia de la pandemia provocada por el COVID-19. El problema obvio aquí es que estamos ante algo parecido a una corrida bancaria: aunque la decisión pueda ser racional desde mi perspectiva particular, si todos actuamos así podríamos terminar peor de lo que estábamos.
Pero también hay otra explicación posible de la compra en grandes cantidades de bienes esenciales. Esa conducta podría explicarse por lo que los psicólogos denominan “sesgos cognitivos”. Es decir, esa conducta podría explicarse por errores de cálculo comunes en nuestra especie, los cuales son producto de la forma en la que opera nuestro cerebro. Son, por ello, errores predecibles.
El sesgo cognitivo aplicable a compras que en el escenario anterior parecían racionales, pero que ahora se tornan compulsivas, es aquel denominado “ilusión de control”. Según este, las personas exageramos en forma consistente el grado de control que tenemos sobre resultados que son importantes para nosotros. Lo hacemos incluso cuando hay suficiente información para saber que se trata de resultados aleatorios o que estos dependen de factores ajenos a nuestra voluntad.
Esa es la forma en la que el profesor de Psiquiatría en la Universidad de Northwestern, Stewart Shankman, explica esas compras. Las pandemias son momentos de gran ansiedad producto de la incertidumbre. Bajo esas condiciones, las personas estarían intentando recuperar una sensación de control a través de la compra de bienes que, en realidad, no requieren. Habría que agregar que no requieren esos bienes porque no satisfacen una necesidad material inmediata, pero sí una necesidad psicológica. A saber, la necesidad de sentirse en control de escenarios posibles a los que no pueden atribuir de manera realista una probabilidad de ocurrencia, pero que (de ocurrir) podrían implicar un gran costo para la persona y sus familiares.
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¿Qué es el coronavirus?
De acuerdo a la Organización Mundial de la Salud (OMS), los coronavirus son una amplia familia de virus que pueden causar diferentes afecciones, desde el resfriado común hasta enfermedades más graves, como el síndrome respiratorio de Oriente Medio (MERS-CoV) y el síndrome respiratorio agudo severo (SRAS-CoV).
El coronavirus descubierto recientemente causa la enfermedad infecciosa por coronavirus COVID-19. Ambos fueron detectados luego del brote que se dio en Wuhan (China) en diciembre de 2019.
El cansancio, la fiebre y la tos seca son los síntomas más comunes de la COVID-19; sin embargo, algunos pacientes pueden presentar congestión nasal, dolores, rinorrea, dolor de garganta o diarrea.
Aunque la mayoría de los pacientes (alrededor del 80%) se recupera de la enfermedad sin necesidad de realizar ningún tratamiento especial, alrededor de una de cada seis personas que contraen la COVID-19 desarrolla una afección grave y presenta dificultad para respirar.
Para protegerse y evitar la propagación de la enfermedad, la OMS recomienda lavarse las manos con agua y jabón o utilizando un desinfectante a base de alcohol que mata los virus que pueden haber en las manos. Además, se debe mantener una distancia mínima de un metro frente a cualquier persona que estornude o tose, pues si se está demasiado cerca, se puede respirar las gotículas que albergan el virus de la COVID-19.
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