La Organización Mundial de la Salud (OMS) tiene un papel destacado en coordinar la cooperación internacional contra ciertas enfermedades infecciosas (por ejemplo, las que provocaron el virus H1N1). Ante un riesgo transnacional en un mundo en que la soberanía es ejercida por estados nacionales, sin ser un Estado, la OMS teje una red institucional que consigue ejercer una función gubernamental por antonomasia: la de proveer una autoridad eficaz para resolver un problema transnacional de salud pública.
Pero precisamente porque hablamos del ejercicio de funciones gubernamentales, hablamos también de política. Y, como sabemos, las decisiones políticas toman en consideración el poder de negociación de los actores involucrados en esas decisiones.
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Pensemos, por ejemplo, en el siguiente hecho. Mientras existe una profusa cobertura mediática sobre el coronavirus en nuestra región, la siguiente noticia tuvo bastante menos cobertura: “La región de las Américas reportó más de 3 millones de casos de dengue en el 2019, el mayor número registrado en la región hasta el momento”. La misma fuente sostiene que esa cifra supera el récord anterior de 2,4 millones de casos notificados en el 2015. Añade luego que en el 2015 fallecieron cerca de 1.400 personas en el hemisferio producto de esa enfermedad, pero que en el 2019, a pesar del incremento en el número de contagios, “el intenso trabajo de los países consiguió mantener la tasa de letalidad –o el porcentaje de casos que terminaron en muerte– por debajo del 1% esperado (0,05 en 2019)”.
De la cita anterior, cabría destacar tres asuntos. En primer lugar, según esa última estimación, en el 2019 habrían muerto en el continente americano más de 1.500 personas como consecuencia del dengue, mientras que, hasta el 18 de febrero del 2020 solo se registraron en todo el continente americano 23 casos de enfermedad por coronavirus, ninguno de los cuales tuvo lugar en América Latina o el Caribe y ninguno de ellos produjo la muerte del paciente.
Es decir, la cobertura mediática no guarda mayor relación con la gravedad relativa que, al menos hasta ahora, han tenido esos problemas de salud pública. El segundo asunto es que, en el caso del dengue, la fuente se congratula por el hecho de que “el intenso trabajo de los países” consiguiera mantener baja la tasa de letalidad de la enfermedad. Es decir, el logro se debería a la acción de los estados y no a la cooperación internacional entre instituciones de diversa índole (es decir, públicas y privadas, nacionales e internacionales), que operó con éxito en el caso de H1N1.
El tercer (y paradójico) asunto es que la fuente en mención es la Organización Panamericana de la Salud. Es decir, la oficina regional de la Organización Mundial de la Salud, la entidad encargada de coordinar los esfuerzos de cooperación internacional en temas de salud pública, pero que ejerce un papel comparativamente menor frente a enfermedades infecciosas que afectan en mayor proporción a poblaciones de escasos recursos de países en desarrollo que no son potencias mundiales.
Lo dicho sobre el dengue aplica aún en mayor proporción a las enfermedades de transmisión alimentaria, que, según la OMS, causan unas 420.000 muertes anuales a escala mundial. Pero estas se concentran en África y el Asia suroriental, dos de las regiones con menores recursos e influencia política dentro del sistema internacional.