Por las noches, la cocina de Katherine Meza se llena de una nube de azúcar que se extiende por toda su casa. Dice que prefiere hornear cuando todos duermen porque “es más tranquilo y nadie se acerca queriendo comer”. El pequeño negocio de alfajores que esta peruana de 37 años ha puesto en marcha en San Diego, California, ha crecido rápidamente y le ha permitido solventar sus gastos durante la pandemia. Paga la renta, mantiene a su hija y ayuda a su madre en el Perú. Se siente empoderada y orgullosa, pero no olvida que hasta hace poco su situación no era nada dulce.
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Marzo del 2020 fue uno de los meses más difíciles que ha vivido desde que llegó a Estados Unidos hace ya más de tres años. La empresa de energía solar en la que trabajaba fue una de las primeras en cerrar por el golpe del virus. Katherine, comunicadora de profesión, se encargaba de conectar al personal de ventas con los clientes hispanos. Hasta que se quedó sin trabajo.
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Se mudó a San Diego porque ya no podía pagar su vivienda en Los Ángeles. Tras varios meses sin trabajo, en octubre decidió probar suerte vendiendo dulces. Su fórmula consiste principalmente en preparar y enviar alfajores a otros estados y trabajar a pedido para fechas especiales. Ahora está enfocada en San Valentín. Sus clientes suelen ser estadounidenses, aunque filipinos en tres estados le compran al menos una caja todos los meses.
Pero empezar su negocio no fue tarea fácil. “Al inicio horneaba poco. Hice varias pruebas para empezar a vender a otros estados, enviaba alfajores a mi familia para ver si las galletas no se rompían. Con la práctica me he dado cuenta de cuál es la mejor forma de trabajar. Antes hacía todo a mano, pero ahora tengo una batidora especial para panadería que me sirve para hacer la masa. En las mañanas estudio inglés y ordeno mi casa y por la noche hago los alfajores. Al día siguiente me voy temprano al correo para enviarlos súper frescos”, cuenta la compatriota, que ahora ha empezado a hacer delivery con una aplicación.
“Eso es lo que me ha estado ayudando a cubrir mis gastos. Pese al virus, acá hay que seguir pagando la renta, el combustible y la comida. La mayoría de quienes vivimos fuera mandamos dinero al Perú. Yo todos los meses, llueva o truene, tengo que ayudar a mi mamá”, nos dice.
“Una de las cosas que más me motiva es enseñarle a mi hija que las personas no podemos estar sentadas esperando a que el dinero caiga del cielo”.
Néstor Zegarra es otro de los compatriotas que migraron al extranjero en busca de oportunidades y que se han visto obligados a cambiar de rumbo o adaptar sus negocios para resistir la pandemia. Antes de que el virus lo remeciera todo, el peruano se dedicaba a la música. Como cantante de cumbia y otros ritmos, se había ganado un nombre entre la comunidad peruana en Los Ángeles y solía telonear a populares artistas que llegaban desde el Perú.
“Tenía mi grupo musical y había mucha demanda de contratos, que eran mi principal fuente de sustento”, dice a este Diario.
Con el virus todo eso se acabó. Estuvo casi un mes sin trabajar, asustado y sin saber qué hacer. “Hasta que el gobernador de California anunció el uso obligatorio de mascarillas y me dije que podía ser yo quien las vendiera. Empecé ofreciéndolas en las redes sociales. Me empezó a ir bien. Después saqué un permiso e instalé mi propio puesto en la calle”, cuenta.
Esfuerzos y motivos
Néstor lleva 27 de sus 48 años viviendo en EE.UU. Se fue del Perú huyendo de los caóticos años 90 y no se arrepiente. “A veces las dificultades pueden traer nuevas oportunidades”, defiende.
“Incluso la pandemia es una oportunidad. Me ha enseñado a desarrollarme más, a no depender solo de una cosa. Es posible reinventarse y sobresalir en otro rubro, si se trabaja sanamente”, apunta.
“Pese a todo, la pandemia me ayudó. Vender mascarillas me permitió pagar mis deudas. No me avergüenza haber pasado del escenario a trabajar en la calle”.
En Ingolstadt, Alemania, Janette Rondón también piensa así. La peruana se lanzó a invertir en su propio negocio de productos de limpieza ecológicos y hoy cuenta con satisfacción que le está yendo muy bien. Contacta a sus clientes y les habla de los usos y beneficios ambientales de sus detergentes y desinfectantes para el hogar, fábricas y autos. Todo a través de didácticas charlas y videos que realiza valiéndose de Zoom, Instagram, TikTok y WhatsApp.
“Debido a las restricciones vigentes yo decidí emprender el negocio de forma virtual. Hago mis presentaciones en vivo durante una hora y media. Presento mis productos, hago ofertas, pruebo todo en vivo para que la gente vea cómo funcionan los artículos de limpieza. Muestro cuántos minutos tardas en limpiar un horno lleno de grasa. Me siento contenta de muchas personas aquí elijan productos ecológicos, no tan tóxicos, pese a que son más caros”, cuenta la peruana.
Antes de la pandemia, Janette trabajaba como jefa de cocina en una empresa que hace proyectos para Audi. Pero la cafetería cerró y en octubre pasado la enviaron a casa. “Me afectó muchísimo porque solo recibía el 60% de mi sueldo neto. Eso cambió mis planes”, nos dice.
Regresó al trabajo de limpiar casas que había conocido cuando llegó a Alemania hace ocho años y en ese trajín descubrió la empresa de productos de limpieza ecológicos y decidí empezar su negocio.
“Invertí parte de mis ahorros y gracias a dios en los últimos meses me ha ido muy bien. Yo no tengo hijos, pero ayudo a mis padres que están en el Perú. Ellos son mi motivación. También quiero cumplir mis propias metas y los sueños que tengo con mi esposo”, dice la peruana que se mudó al país europeo por amor.
Resistir en las cocinas
La pandemia se ha ensañado también con los compatriotas que apostaron por compartir la sazón peruana en varios rincones del mundo.
“El golpe ha sido muy duro para todos los restaurantes”, dice César Recharte, peruano de 43 años que dirige junto a su esposa Inkanto, uno de los establecimientos de comida peruana más reconocidos de Milán, Italia.
César y su esposa llegaron a Italia hace más de 10 años y hace 5 abrieron Inkanto. Antes de que cerrara, el restaurante tenía capacidad para 60 personas a nivel interior y para 15 a nivel exterior.
La región de Lombardía, donde se encuentra Milán, prácticamente toda la pandemia ha estado entre los grados “roja” y “naranja” del nivel de alerta por el virus, lo que ha obligado a mantener cerrados miles de establecimientos.
“El último día que abrimos fue el 30 de octubre. Ahora damos el servicio a las casas, con cenas privadas para pocas personas, además del delivery tradicional. Esa es la forma en la que nos hemos adaptado para poder pasar este periodo”, dice César, quien lamenta que los restaurantes no hayan podido operar pese a haberse adaptado a las recomendaciones sanitarias solicitadas durante la pandemia.
“Es muy decepcionante. Nosotros, como muchos otros empresarios, hemos seguido las reglas y adoptamos las medidas de prevención, pero de igual forma nos hemos visto afectados. Todo lo que se dijo fue en vano. Para nosotros fue tremendamente duro”, agrega el compatriota, que toda su vida ha trabajado administrando restaurantes.
Situación similar viven Diana Quispe y Gisella Valverde, socias que desde el 2011 tienen un restaurante peruano en la turística Palma de Mallorca, España, y que por las restricciones hoy solo pueden vender comida para llevar.
“Con las primeras restricciones nos dieron la opción de poner una terraza en la zona de aparcamiento. Tuvimos unas cinco mesas porque no se podía atender en el interior del local. Pero como luego aumentaron los casos ya nos cerraron todo, solo nos dejaron vender comidas para llevar”, cuenta Diana.
Su esposo y el hermano de mi socia eran los cocineros del restaurante, pero con la falta clientes se vieron obligados a buscar otros trabajos.
“Había que buscar otras alternativas. Mi esposo ha optado por trabajar en telecomunicaciones, trabaja instalando cable porque no se ve ganancia en el local. Mi socia y yo nos hemos visto en la necesidad de trabajar parcialmente en supermercados y otros comercios. Los restaurantes han sufrido mucho, pero nosotras no podemos parar”, asegura.
Aunque no se dedicaba directamente a la cocina, Luis Cuadros, de 42 años, también se vio afectado por el cierre de los locales de comida. Él tiene un negocio de diseño de letreros publicitarios para restaurantes y otros establecimientos en Los Ángeles, EE.UU., pero con la pandemia muchos de sus clientes dejaron de requerir de sus servicios.
“Cuando el negocio bajó, recordé que cuando llegué a Estados Unidos por primera vez empecé trabajando en comida. Me dije ‘yo también sé cocinar, yo también puedo hacer otras cosas’. Fue así que mi esposa y yo decidimos invertir en un pequeño puesto de comida peruana. Le pusimos ‘Mi Kauza’ por nombre”, dice a El Comercio.
Los días que se dedica a cocinar, se levanta muy temprano. Si sale a vender un viernes comienza a trabajar el miércoles comprando las cosas en el centro de Los Ángeles. El jueves deja la comida a medio preparar y el viernes se consuma todo. Luis y su esposa cocinan chancho al cilindro, causa, arroz chaufa, anticuchos. Todo tiene recepción. “Empecé con 20 personas y ahora van 80 personas al día para comer. La mayoría de clientes son peruanos, pero también llegan personas de países como Armenia o México”.
“El peruano es muy ingenioso y tiene muchas habilidades. El peruano sea como sea resuelve la situación. Además aquí no podemos quedarnos en casa sin hacer nada”, afirma.
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