Al bajar del avión en el aeropuerto de Ezeiza, para asistir a la Cumbre del G20 en Buenos Aires, el presidente francés Emmanuel Macron debe haber creído que le estaban jugando una broma de muy mal gusto. No solo brillaba por su ausencia la delegación oficial que debía darle la bienvenida –incluido su propio embajador- sino que la primera persona con quien se cruzó al posar los pies en tierras argentinas, fue un trabajador del aeropuerto que vestía el mismo tipo de chaleco amarillo que los cientos de miles de sus compatriotas que vienen protagonizando batallas campales por todo el país, incluidos los Campos Elíseos, para reclamar por el alza de los impuestos al Diesel y otros combustibles.
El año del 50 aniversario de las revueltas de Mayo del 68, en las que los hijos de la burguesía francesa reclamaban por un mundo más libre, más lúdico y más imaginativo, sus compatriotas del 2018 salen a manifestar, romper vitrinas, quemar autos y bloquear carreteras en nombre del poder adquisitivo, aunque ello implique desdeñar el peligro del calentamiento global.
Según una encuesta realizada por IFOP –Instituto Francés de Opinión Pública- el 62% de los franceses desea que el gobierno le dé prioridad al consumo, aunque el precio a pagar sea acelerar la catástrofe ecológica.
El movimiento de los chalecos amarillos nació a través de las redes sociales, como aquellos ya lejanos de la Primavera Árabe, para protestar por el alza del costo de vida que implicaban los nuevos impuestos. El problema es que este colectivo disparejo, compuesto en gran parte por abstencionistas o radicales, no tiene liderazgo ni presenta demandas concretas y viables. Imperan la desorganización y los desbordes y es en ese río revuelto dónde vienen a pescar los extremistas de derecha y de izquierda.
Tan es así que los reclamos se confunden y los manifestantes enarbolan cada día nuevas demandas. Han llegado al extremo de destruir o cubrir los radares de las autopistas para que estos no puedan captar a los automovilistas que exceden la velocidad permitida. Así no pagarán impuestos, dicen despreocupados hombres mayores que se comportan como adolescentes fuera de control.
Los ecologistas incrédulos se preguntan cómo sus compatriotas prefieren el consumo a la preservación del planeta y el gobierno hace malabares para complacer a unos y otros, a sabiendas que la ecología fue una de las promesas de la campaña electoral de Macron y que no está cumpliendo a cabalidad con ella. Prueba de ello la renuncia de Nicolas Hulot al ministerio de la Transición Ecológica, por la imposibilidad de bregar contra los lobbies empresariales que hacen poco caso al calentamiento global.
Si el gobierno no sabe qué hacer, los chalecos amarillos parecen haber perdido también la brújula en el camino. El jueves pasado dieron a conocer a los medios de comunicación y a los diputados, un pliego de reclamos que entregaron ayer al primer ministro Edouard Philippe en el que se fija el sueldo mínimo, el sueldo máximo, la edad de la jubilación, el funcionamiento de las guarderías, la deslocalización del trabajo y varios etcéteras. En resumen, un pliego más largo y variado que lista de supermercado de una familia numerosa.