Considerada un fortaleza submarina, imposible de destruir, el hundimiento del Kursk el 12 de agosto de 2000 fue una de las mayores tragedias navales de Rusia, entonces gobernada por un novato en el poder llamado Vladimir Putin.
Durante unos juegos de guerra en el mar de Barents, el submarino nuclear, joya de la armada rusa, se fue a pique con sus 118 tripulantes después de dos explosiones, la última equivalente a un terremoto de poco más de 4.2 en la escala de Richter.
Fue el primer ejercicio naval importante que se realizaba en 10 años y la oportunidad para el Kremlin de dejar en claro que las fuerzas herederas del Ejército Rojo eran capaces de responder a amenazas potenciales. De las maniobras participaron 30 naves y tres submarinos, entre ellos el Kursk, armado con 18 torpedos y 22 misiles de crucero.
El disparador del drama ocurrió a las 11.28, en la sala de torpedos, cuando una filtración de uno de ellos desencadenó una reacción química y la consecuente explosión. La segunda y devastadora deflagración fue 134 segundos después luego de que fuego alcanzara siete ojivas de torpedo.
La nave fue localizada a las 4 de día siguiente, sobre el lecho marino a 110 metros de profundidad.
Durante las primeras horas, el gobierno y los militares rusos rechazaron la colaboración de otros países para iniciar las operaciones de rescate, inacción promovida por la mala gestión de Putin, que no cortó sus vacaciones en Sochi hasta cinco días después del drama.
La críticas llovieron desde todos los frentes sobre el líder recién llegado al poder tras las elecciones de marzo ese mismo año. La investigación posterior constato que algunos marineros habían logrado sobrevivir a las explosiones y se habían refugiado en un compartimento a la espera del rescate.
Sin embargo, el equipo noruego no logró alcanzar la escotilla del submarino nuclear hasta el 21 de agosto.
En sus 18 años en el poder, Putin seguramente no vivió un momento tan tenso y amargo como cuando lo encararon los familiares de los marineros días después de la tragedia.
El jefe del Estado hacía sus primeros pasos en el poder, en un país asediado por oligarcas, que intentaba salir de la bancarrota y en el que la prensa se atrevía a cuestionar a abiertamente a las autoridades. Hoy eso es historia.
El gobierno ruso desembolsó 65 millones de dólares para levantar al Kursk del fondo del mar e intentar lavar la pésima gestión, muy comparada -más allá de la dimensión- con la explosión del reactor nuclear en Chernobyl.
El 8 de octubre de 2001, la empresas holandesas Smit International y Mammoet subieron los restos del Kursk a una barcaza que lo llevó a la base naval de Murmansk.
Fuente: GDA/La Nación