El número de gobiernos que componen el Grupo de Lima –catorce– provee un indicio sobre su propósito. Otro indicio es la conspicua ausencia de Estados Unidos.
El primer indicio implica que no lo integran suficientes gobiernos como para invocar la aplicación de la Carta Democrática Interamericana a su par venezolano. El segundo indicio señala la voluntad de distanciarse de la aproximación ideológica de la administración Trump al caso venezolano (no parece tener mayor inconveniente con autoritarismos conservadores, como el saudí) y de los métodos coercitivos que propone como solución (desde sanciones económicas que afectan al conjunto de la población hasta la posibilidad de recurrir al uso de la fuerza).
En mi opinión, el Grupo de Lima ya había claudicado en su agenda democrática cuando aceptó como válidas en uno de sus estados miembros (Honduras) elecciones en las que, según la Misión de Observación Electoral de la OEA, “el cúmulo de irregularidades y deficiencias son tales que no permiten tener plena certeza sobre el resultado”.
Tanto así que el comunicado de la Secretaría General de la OEA decía que “ante la imposibilidad de determinar un ganador, el único camino posible […] es un nuevo llamado a elecciones”. Sin embargo, tiempo después, el Gobierno Hondureño sigue suscribiendo los pronunciamientos del Grupo de Lima sobre la ausencia de democracia en Venezuela.
Pero es probable que ese caso sea peccata minuta en comparación con lo que podría ocurrir con el Grupo de Lima cuando Jair Bolsonaro asuma el mando en Brasil. Porque entonces los países más grandes que lo componen (Brasil y México) tendrán agendas incompatibles respecto a lo que ocurre en Venezuela.
De un lado, Jair Bolsonaro hizo explícita su agenda ideológica (de combate contra las fuerzas de izquierda en América Latina), en un mensaje dirigido a la llamada Cumbre Conservadora de las Américas, organizada por su hijo, el diputado Eduardo Bolsonaro. De otro, su agenda exterior coincide también con la de Donald Trump respecto a la posibilidad de emplear medios coercitivos contra el Gobierno Venezolano, pero sin asumir responsabilidad alguna por el incremento en los flujos migratorios que ello pudiera ocasionar.
Por su parte, el nuevo gobierno de México parece dispuesto a retomar la denominada Doctrina Estrada. Según esta, México prioriza en política exterior el principio de no intervención en los asuntos internos de los estados, razón por la cual no se pronuncia sobre la legitimidad de sus gobiernos (aunque ha tomado distancia del mismo, el presidente López Obrador se ha negado en forma reiterada a pronunciarse sobre la naturaleza del régimen venezolano).
En setiembre pasado tuvimos un anticipo de lo que estaría por venir, cuando el Grupo de Lima emitió un pronunciamiento en el que expresaba su “preocupación y rechazo ante cualquier curso de acción o declaración que implique una intervención militar en Venezuela”.
Sin embargo lo inédito no fue el contenido del pronunciamiento sino, de un lado, el que tuviera que hacerlo para distanciarse de algo dicho no por Donald Trump, sino por el secretario general de la OEA, Luis Almagro. De otro lado, también fue notorio el hecho de que el nuevo gobierno conservador de Colombia, por vez primera, no suscribiera un pronunciamiento del Grupo de Lima (una entidad que el anterior Gobierno Colombiano contribuyó a crear).