No es un secreto que China se ha convertido desde hace años en el principal dolor de cabeza de Estados Unidos. Aunque Rusia ahora está distrayendo la atención, es Beijing la verdadera némesis de Washington, que ha reconfigurado su estrategia para hacer frente a las millonarias inversiones chinas en todo el mundo.
Con billetera en la mano, el régimen chino ha estado invirtiendo en las últimas décadas en inmensos proyectos de infraestructura en el sudeste asiático, su natural zona de influencia, pero también en América Latina y con especial ahínco en África, no solo como parte de su ambicioso plan La Franja y la Ruta, sino para convertirse en socio estratégico de los países en desarrollo.
La guerra comercial emprendida desde la administración Trump no ha bajado de tono con Joe Biden, aunque éste ha virado la confrontación más hacia la geopolítica y el poderío militar mirando con recelo la cercanía de China a Rusia, estableciendo alianzas de defensa con Australia, la India, Japón y el Reino Unido.
Pero no es solo Estados Unidos. La OTAN, que tiene a Washington como punta de lanza, aprobó a fines de junio su nuevo Concepto Estratégico, en el que incluye por primera vez a China considerándola “un desafío”. “China no es nuestro adversario, pero debemos tener los ojos abiertos ante los serios desafíos que representa”, dijo en la cumbre de Madrid el secretario general de la alianza atlántica, Jens Stoltenberg.
Y fue más allá: “Rusia y China siguen buscando beneficios políticos, económicos y militares en nuestra vecindad meridional. Tanto Moscú como Beijing están utilizando la influencia económica, la coerción y los enfoques híbridos para promover sus intereses en la región”, advirtió.
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Declaraciones que, por supuesto, tuvieron respuesta desde Beijing: “¿Hay alguna guerra o conflicto en estos años en los que la OTAN no haya estado involucrada? China nunca ha iniciado una guerra ni invadido otros países”, proclamó el portavoz del Ministerio de Exteriores, Zhao Lijian.
“Las preocupaciones son más económicas y tecnológicas, pero no estamos en una guerra entre democracia y dictadura, o capitalismo y comunismo. Creo que el intento de las autoridades estadounidenses de poner esto en el marco de una pelea entre el bien y el mal es para reforzar a sus aliados, pero muchos de los líderes del mundo en desarrollo, el llamado Sur Global, ya no compran este discurso”, comenta a El Comercio la politóloga Cynthia Sanborn, investigadora y profesora de Ciencias Políticas en la Universidad del Pacífico.
Y este discurso sigue reforzándose desde Washington. Como lo que dijo Antony Blinken, el jefe de la diplomacia estadounidense, durante la cumbre de la OTAN en Madrid, donde acusó a China de “tratar de socavar el orden internacional basado en normas”.
“Hay ciertos países democráticos que se compran este argumento. Pero la mayoría de los países de Asia no entienden lo que significa el orden internacional ni las características que conlleva. A Estados Unidos le resultará difícil convencer a los países asiáticos sobre esto”, explica también a El Comercio Sovinda Po, investigador asociado del Instituto Camboyano para la Cooperación y la Paz, y candidato a PhD en la Universidad Griffith, Australia.
Sanborn recuerda que Estados Unidos cambió su discurso y la interpretación de su relación con China desde la administración Obama, pero se reforzó mucho más con Trump. “Y Biden ha mantenido esa hostilidad”, agrega. “Es cierto también que el gobierno de Xi Jinping ha ajustado más las tuercas dentro de China y ha tenido posiciones mucho más centralizadas, pero EE.UU. sí ha girado hacia una posición de hostilidad y confrontación, que tiene que ver más con la política doméstica americana”.
Conquistando el mundo
Mientras las potencias aliadas empiezan a preocuparse por China, el gigante asiático continúa haciendo negocios e invirtiendo millones en expandir sus intereses en todo el planeta. Una especie de ‘soft power’ recargado, con muchísimo cemento y yuanes.
Después del golpe de imagen que les significó el origen de la pandemia del COVID-19, el régimen chino apostó por la ‘diplomacia sanitaria’, proveyendo de mascarillas y vacunas a los países en desarrollo, al mismo tiempo que seguía impulsando sus proyectos de infraestructura en los que viene invirtiendo desde hace décadas, como la construcción de carreteras, puentes u hospitales, así como la minería y la coparticipación en el desarrollo agropecuario, que le supone satisfacer la incesante demanda de recursos naturales que necesita para abastecer a una población de 1.400 millones de personas.
Un punto interesante es la apuesta de Beijing en las concesiones portuarias, con el fin de asegurar su cadena de suministros y tener influencia comercial y económica en los países donde invierten. Según un informe de la BBC, empresas chinas controlan cerca de 100 puertos en más de 60 países.
“Las empresas chinas quieren los puertos con la idea de dominar toda la cadena de suministros. La influencia económica te da poder para tener más influencia política y luego usas esa influencia política para conseguir más ventajas económicas. Es un ciclo”, comenta a la cadena británica Evan Ellis, profesor investigador de Estudios Latinoamericanos del Instituto de Estudios Estratégicos de la Escuela de Guerra del Ejército de Estados Unidos.
Sin ir muy lejos, un ejemplo es el megaproyecto del puerto de Chancay, operado por la empresa china Cosco, y cuya inversión podría llegar a los US$3 mil millones para el año 2024, cuando se calcula el fin de las obras.
Reacción tardía
Aunque China ha sacado el acelerador de algunas obras en los últimos años -desistió, por ejemplo, de comprar tierras agrícolas en Argentina para apostar por invertir directamente en compañías agropecuarias y ganaderas-, igual siguen inyectando mucho dinero para que sus empresas tengan presencia en zonas estratégicas de África, América Latina y el sudeste asiático. Y por supuesto lo han hecho ante los ojos de Estados Unidos y Europa.
“Parece que Estados Unidos y Occidente no han diseñado una estrategia eficaz para contrarrestar la influencia de China. Si quieren hacerlo de forma efectiva, necesitan invertir más recursos financieros como ha hecho China. Hay que esperar y ver si Occidente está dispuesto a hacerlo”, señala Po.
Los proyectos de inversión en el continente africano han servido para escribir cientos de análisis sobre la estrategia china en un lugar del mundo donde encontraron el terreno servido para implementar sus planes. Solo es necesario adelantar un par de cifras: en el 2020, el flujo de anual de inversión directa de China en África fue de casi 3 mil millones de dólares, según un informe de la Universidad de Negocios Internacionales y Economía de Shanghái. Mientras que ese año el stock de su inversión superó los US$43 mil millones.
En la última reunión del G7, a fines de junio, los líderes occidentales adelantaron un compromiso de US$600 mil millones para programas globales de infraestructura en países en desarrollo. Aunque el monto es considerable, resulta insuficiente si quieren ganar la pulseada a los chinos.
Los ojos en Latinomérica
Si bien en América Latina, la inversión china no se equipara a lo ocurrido en África, los países de la región no somos ajenos a la presencia china, al mismo tiempo que vemos cómo Estados Unidos sigue sin tenernos como prioridad, una visión que no ayudó a mejorar la reciente Cumbre de las Américas.
“Durante los años 60 y 70 había mucha presencia estadounidense en América Latina, incluso en infraestructura, justamente como parte de la guerra contra el comunismo. Pero desde que terminó la Guerra Fría, a inicios de los 90, Estados Unidos no ha tenido el mismo nivel de presencia y preocupación hacia la región”, explica Sanborn.
“Las prioridades geopolíticas de Estados Unidos han estado en Medio Oriente, y ahora en China y Asia. El nivel de negocios e inversión que está haciendo China con el resto del mundo es algo que EE.UU. no puede alcanzar”.
La experta añade que es importante anotar que las inversiones estadounidenses suelen ser privadas, mientras que China tiene empresas estatales o que están alineadas con el Estado y que se desarrollaron en el sector de infraestructura y construcción. “EE.UU. se retiró mucho de este sector y apostó más por el apoyo en el reforzamiento de la democracia o la prensa libre, que son cosas positivas, pero América Latina demanda puertos, puentes, carreteras u hospitales”, señala Sanborn.
Otro tema preocupante -agrega- es que hay ocho países latinoamericanos, incluyendo Brasil y Chile, en los que Estados Unidos no ha nombrado embajadores. “Esto se debe a un bloqueo político entre el Congreso y el Ejecutivo, pero es una muestra de que EE.UU. no tiene la presencia que debería tener en América Latina si es que pretende competir con China”.