Desde el lunes, se lleva a cabo en un tribunal de Londres el proceso de extradición de Julian Assange, el creador de Wikileaks, acusado de espionaje en Estados Unidos por haber publicado –a través de los más importantes diarios del mundo, entre ellos El Comercio– documentos confidenciales que daban cuenta de crímenes de guerra cometidos en Afganistán, Iraq y Guantánamo.
Assange, en su calidad de periodista, debería estar protegido por la primera enmienda de la Constitución estadounidense, que defiende a rajatabla la libertad de prensa. Pero para juzgarlo, Washington desempolvó una ley de 1917, que sanciona los actos de interferencia con las relaciones exteriores de Estados Unidos considerándolas espionaje. Una ley que podría aplicársele, por ejemplo, a la soldado Chelsea Manning, que actuó como informante de Assange.
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Más allá de si es un héroe o un villano –los grandes medios se distanciaron de él a partir del 2011, cuando Wikileaks comenzó a publicar miles de documentos sin filtrar– Assange merece un tratamiento justo, no solo porque es un derecho humano fundamental, sino porque este juicio se usará como estrategia de intimidación a la prensa.
El australiano corre el riesgo de ser condenado a 175 años de prisión si la jueza británica se pronuncia, no sobre su culpabilidad, sino sobre la demanda de extradición, que se centra exclusivamente en la divulgación de documentos del 2010, y que los grandes medios accedieron a publicar porque respondían al deber de informar.
Resulta muy esclarecedora la entrevista que la Agencia Pública de Brasil realizó recientemente a Nils Melzer, relator especial de la ONU sobre la tortura, quien sostiene que Assange ha sido perseguido políticamente por Estados Unidos, el Reino Unido, Ecuador y Suecia. En el expediente que lleva Melzer, se puede comprobar cómo a comienzos de agosto, en Suecia, se inició la campaña de manipulación de la opinión pública sobre el Caso Assange. A fines de julio, se había publicado “El diario de guerra afgano”, una de las filtraciones de información más grandes de la historia. Según Melzer, Estados Unidos le exigió a sus aliados que llenaran a Assange de casos criminales.
Los suecos saltaron sobre la ocasión, cuando dos mujeres se presentaron en una estación de policía para indagar si era posible exigirle a Assange que se hiciera un examen de VIH, porque ambas habían tenido relaciones consentidas con él sin usar preservativo.
Cuando la policía les habló de violación, se negaron a firmar la acusación. Una de ellas le escribió a un amigo que “le parecía que le estaban tendiendo una trampa a Assange”. El Estado tomó el caso de oficio, pero este fue sorpresivamente archivado, nueve años después, cuando el relator de la ONU solicitó información sobre el mismo.
El Reino Unido hubiera preferido que la acusación sueca continuara para deshacerse del Caso Assange. Lo hubieran capturado en la Embajada de Ecuador y extraditado a Suecia, donde se lo juzgaría por violación. Ahora, la jueza británica tiene la penosa tarea de decidir, no solo sobre el destino de un hombre, sino sobre el derecho a la información en el que se apuntala toda democracia que se respete.