Tanto en esta columna como en un libro que acabamos de publicar Clemente Rodríguez y el suscrito (“Tiempos violentos: Rusia, Ucrania, China, Estados Unidos y el nuevo desorden mundial”), sostengo que los partidos de derecha radical no son aliados naturales entre sí. Lo parecen porque comparten enemigos (lo que denominan “globalismo liberal”, los inmigrantes, las izquierdas y el islam).
Pero el hecho de que el nacionalismo étnico sea el núcleo fundamental de su ideología tiene dos implicaciones: de un lado, lo que consideran el interés de la propia nación se antepone a cualquier forma de solidaridad internacional. Por ello, pese a sus afinidades ideológicas, Viktor Orban y Matteo Salvini se enfrentaron cuando se debatía en la Unión Europea la necesidad de reasentar en países como Hungría a los inmigrantes que llegaban a Italia. De otro lado, el enemigo habitual de un nacionalismo suele ser otro nacionalismo. Y, para la derecha radical rusa y ucraniana, el suyo es además un nacionalismo irredentista. Es decir, son nacionalismos que se perciben como víctimas de las maquinaciones de rivales poderosos: Rusia, en el caso del nacionalismo étnico ucraniano; Occidente, en el caso del nacionalismo étnico ruso. Por ello, suelen buscar un resarcimiento histórico a expensas de esos rivales.
Esto viene a colación porque, en los países de la OTAN, la derecha radical (y, en menor proporción, también la izquierda radical) muestra una oposición creciente al envío de ayuda a Ucrania. El primer síntoma público fueron manifestaciones en la República Checa que, entre otras cosas, se oponían a enviar más ayuda a Ucrania bajo la consigna de “Chequia primero” (inspirada en el “América primero” de Donald Trump). A su vez, Trump hace lo mismo al declarar que “los demócratas están enviando otros US$40.000 millones de ayuda a Ucrania, mientras algunos padres estadounidenses luchan para poder alimentar a sus hijos”. Es decir, el argumento es que los recursos que se envían a Ucrania deberían destinarse a los ciudadanos del propio país. Un argumento capaz de suscitar respaldo en países que no solo atraviesan por una recesión, sino que, además, padecen (en parte por la propia guerra) la mayor inflación en cuatro décadas.
Se trata de un argumento bastante más persuasivo que los que solía esgrimir Trump antes de la guerra, o el que esgrime aún hoy en privado Silvio Berlusconi. Días antes de la invasión, Trump sostenía que Putin era “un genio”, que había “capturado un país a cambio de dos dólares en sanciones”. Por su parte, aún hoy Berlusconi respalda a Putin, como dejan en claro grabaciones de una reunión con parlamentarios de su partido que se filtraron a la prensa (y en las que, paradójicamente, sostiene que si su opinión se filtrara a la prensa “sería un desastre”).
En el caso de Trump, a su vez, su posición refleja los cambios que vienen sucediendo entre los votantes republicanos. Así, por ejemplo, mientras en una encuesta de marzo solo un 10% de quienes se identificaban como republicanos creía que su país hacía “demasiado” por respaldar a Ucrania, en octubre esa proporción alcanzaba el 29%. Ya en una encuesta de julio pasado, un 43% de los republicanos se mostraba contrario a enviar más dinero a Ucrania.
Es decir, es probable que esté operando la siguiente secuencia. De un lado, la guerra empeora los problemas de bajo crecimiento e inflación que ya estaban en curso y, a su vez, esos problemas contribuyen al crecimiento electoral de la derecha radical (por ejemplo, en Suecia, Italia y, pronto, en Estados Unidos). De otro lado, una influencia creciente de la derecha radical en las decisiones políticas haría que el respaldo entre los países de la OTAN a Ucrania tienda a declinar con el paso del tiempo.