Un monumento en Estambul para conmemorar el centenario de los asesinatos masivos de armenios en el Imperio Otomano. (Foto: EFE)
Un monumento en Estambul para conmemorar el centenario de los asesinatos masivos de armenios en el Imperio Otomano. (Foto: EFE)

Un hecho que se ha repetido a lo largo de la historia es, sin duda, analizar el valor de algunas palabras que, además de dar nombre a una situación, reflejan en sus orígenes las circunstancias de su concepción. Tal es el caso de la palabra genocidio, que adquirió entidad en 1948 cuando las la reconocieron como un delito del Derecho Internacional definiéndola como “la persecución sistemática y destrucción total o parcial de grandes grupos humanos por motivos de nacionalidad, de raza, de religión o políticos” gracias a la cruzada personal del jurista polaco-judío Raphael Lemkin (1900 – 1959).

Como muchas veces ha ocurrido, la noble empresa jurídica de Lemkin tiene una historia que antecede a la presentación de su propuesta en 1933 ante la Sociedad de las Naciones –la antecesora de las Naciones Unidas– en la repercusión mediática de la Operación Némesis (1920 – 1922), llevada a cabo por operativos armados de la Federación Socialista Internacional Armenia para vengar la persecución del pueblo armenio por los turcos durante la Primera Guerra Mundial. En esta campaña de venganza, el primer objetivo que se debía eliminar era Talaat Pasha (1874–1921), uno de los triunviros que dirigió el Imperio Otomano durante la guerra y, en su calidad de ministro del Interior, responsable de innumerables atrocidades cometidas contra los súbditos armenios y cristianos de la Sublime Puerta entre 1915 y 1916.

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Talaat Pasha murió de un certero disparo el 15 de marzo de 1921, en una calle del turbulento Berlín de la República de Weimar. Su asesino fue Soghomon Tehlirian (1896–1960), un refugiado que, según su confesión a la policía, había cometido el crimen para vengar la muerte de parte de su familia desaparecida en 1915. En su juicio, tres meses después, Tehlirian declaró: “Ante la exhortación de mi madre, en un sueño, disparé contra el hombre que ordenó las masacres llevando a cabo la sentencia que me había transmitido la nación armenia. Ahora soy feliz, no me arrepiento de nada”.

A una centuria de distancia, resulta un poco difícil comprender el alcance y el peso de estas palabras; solo diremos que, en una época marcada por el surrealismo –el movimiento artístico que intentaba sobrepasar lo real impulsando lo irracional y onírico mediante la expresión del subconsciente–, confesar ante una corte de justicia haber recibido en sueños la orden de vengar a su pueblo era algo aceptable e incluso revolucionario.

Un país contra las cuerdas

La confesión de Soghomon Tehlirian puso entre la espada y la pared al gobierno alemán, pues suponía una acusación y prueba directa del hecho que, desde fines de 1918, el criminal de guerra Talaat Pasha –condenado en ausencia en Constantinopla por un tribunal militar turco en 1919 y con orden de captura por parte del Reino Unido y Franci– había encontrado refugio en Alemania y, bajo la protección de su gobierno, ejercía como representante oficioso de los nacionalistas turcos que combatían contra los aliados en Anatolia para revertir el Tratado de Sevres (10 de agosto de 1920), por el cual Turquía debía ceder territorio a Grecia e Italia y poner bajo control internacional el Bósforo y los Dardanelos.

El avance cotidiano del proceso era un diario revés para al gobierno del presidente Friedrich Ebert (1871–1925), pues los testimonios de sobrevivientes del holocausto armenio y de testigos alemanes, civiles y militares, exponían al mundo el asesinato premeditado y organizado de un millón de personas. Así, pues, a la justicia germana no le quedó otra salida que sustentar la teoría del vengador solitario como la única manera de enfrentar un problema insoluble en aquel momento y que ponía al país en la mira de los aliados. Además, la presencia de los grandes medios de prensa internacionales aseguraba la máxima difusión de las revelaciones que tenían lugar en Berlín, amén de la publicidad a la causa armenia, apoyada económicamente por su diáspora en Estados Unidos.

El juicio contra Soghomon Tehlirian por el asesinato de Talaat Pasha quedó firmemente plantado en la conciencia del polaco Raphael Lemkin. Sus experiencias personales durante la Gran Guerra, sus lecturas históricas y filosóficas y sus estudios de derecho le llevaron, posteriormente, a concluir que debía aprobarse una ley mundial contra los crímenes que se habían cometido contra los armenios durante la Gran Guerra.

En 1939 su causa parecía estar perdida, pues en vísperas del inicio de la Segunda Guerra Mundial, el dictador alemán Adolf Hitler decía con desparpajo que nadie recordaba el aniquilamiento de los armenios. Seis años después, el término genocidio fue asumido por la Fiscalía en el juicio de Núremberg contra los dirigentes nazis, aunque los jueces prefirieron no utilizarlo en sus sentencias y los condenaron por crímenes contra la humanidad. Dos años después, a fines de 1948, la Asamblea General de la ONU aprobaba la Convención para la Prevención y la Sanción del Delito de Genocidio. De la aprobación de la convención contra el genocidio nació el Tribunal Internacional de Justicia de las Naciones Unidas.

Entre la justicia y la venganza

A modo de conclusión, volvamos al destino de los dos personajes que marcaron la pauta del jurista Lemkin y al precedente establecido por la Operación Némesis. Tanto Talaat Pasha como Soghomon Tehlirian continúan siendo personajes relevantes en la historia de sus países. En el primer caso, el traslado de sus restos a Turquía en 1943, en plena Segunda Guerra Mundial, fue un hito en el rol que jugó ese país en dicha conflagración. En el segundo, tras la restauración de la República de Armenia en 1990, es considerado un héroe nacional y una plaza en Marsella, Francia, lleva su nombre.

La Operación Némesis inspiró a otros a cruzar la línea gris entre la búsqueda de justicia y el deseo de venganza. El 25 de mayo de 1926 Sholem Schwartzbard, un judío ruso nacionalizado francés, asesinaba al líder nacionalista ucraniano Simon Petlioura en París, a quien se señalaba como el responsable de los crímenes cometidos contra sus correligionarios entre 1918 y 1920. Entre sus valedores en su juicio ante la justicia gala se encontraba el físico alemán Albert Einstein (1879-1955). El paralelo entre ambos asesinatos fue hecho por la filósofa germano–americana Hannah Arendt (1906 – 1975), quien dijo que, más allá de los asesinatos en sí mismos, en ambos procesos se buscó “mostrar al mundo, ante un tribunal, los crímenes que quedan impunes”.

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