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Mohamed Salah

Hace poco más de un mes, los egipcios acudieron a votar en los comicios presidenciales. En verdad, fueron a consumar una opereta electoral montada por Abdelfatah al Sisi, cada vez más autócrata y menos dispuesto a concesiones democráticas en el estado más poblado del mundo árabe.

Al Sisi, que en julio del 2013 lideró un golpe de Estado y ganó las elecciones del año siguiente, fue limpiando el camino de rivales incómodos antes de este proceso y finalmente se topó solo con un fantoche llamado Musa Mustafa.

No hubo sorpresa alguna: Al Sisi, con el 97% de los votos válidos, barrió a Mustafa, que apenas alcanzó el 3%, y se ha posicionado para un segundo –y último, según él– mandato de cuatro años.

La única curiosidad en el recuento de sufragios fue comprobar que en casi un millón del total de votos nulos (1’762.231), ciudadanos egipcios tacharon a los dos postulantes y escribieron el nombre o dibujaron el rostro del futbolista , la estrella del Liverpool inglés e ídolo total en su país.

La celebridad de Salah no tiene parangón en Egipto. “Absolutamente todos se identifican con él, lo asocio a lo que vivió Argentina con Maradona. Es algo bárbaro”, ha dicho Héctor Cúper, el técnico argentino de la selección egipcia, que en Rusia 2018 vuelve a un Mundial luego de 28 años.

—Un dulce muy apetecido—

Sustraerse al imán de popularidad que tiene Salah no es algo que el Gobierno Egipcio esté dispuesto a hacer. Y si son causas altruistas, imposibles de tildar de oportunistas, el resultado es redondo.

Hace cuatro semanas el Ministerio de Seguridad Social lo convocó para ser parte de una campaña antidrogas dirigida a los jóvenes. Desde que el video de Salah se propaló, las llamadas al teléfono disponible para la rehabilitación de personas aquejadas con adicciones se han incrementado en 400%, según la ministra Ghada Waly. En solo tres días el video fue visto más de 9 millones de veces en las redes sociales.

La labor filantrópica del delantero también está al margen del Gobierno. En los últimos meses ha donado máquinas de diálisis a un hospital de su ciudad natal, ha comprado un terreno para la construcción de una planta de tratamiento de aguas y ha renovado polideportivos públicos, una escuela y una mezquita.

Todos se cuelgan de las barbas del goleador en su país para alcanzar fama. Lo puede atestiguar Salah Montaser, columnista del diario oficial “Al-Ahram”, que a principios de marzo lo urgió a que se afeitara “para que no fuera metido en el mismo cesto que extremistas y terroristas”. Las tempestuosas reacciones en las redes sociales –casi todas criticándolo– fueron un bálsamo para la alicaída lectoría de Montaser.

—Embajador en Europa—

Pero los ‘milagros’ extradeportivos de Salah no se circunscriben a su nación. Según un reciente artículo de “The New York Times”, el egipcio está contribuyendo vigorosamente a espantar la islamofobia en Gran Bretaña.

A partir de los atentados perpetrados por el Estado Islámico en Europa, los delitos de odio contra los musulmanes han aumentado en el Reino Unido, con picos de crímenes por motivaciones religiosas.

Que desde hace nueve meses (el tiempo que lleva en Liverpool) Salah festeje sus goles mostrando su fe –se hinca de rodillas para prosternarse ante Alá– ayuda a romper muros, según los expertos. Un cántico de los hinchas ‘reds’ dice: “Si mete algunos [goles] más, me vuelvo musulmán”.

“Encarna los valores del islam y muestra abiertamente su fe. Es el héroe del equipo. No es la solución a la islamofobia, pero puede tener un rol fundamental”, dijo Miqdaad Versi, asistente general del Consejo Musulmán de Gran Bretaña, en el reportaje de “NYT”.

Es muy prematuro aún saber si este muchacho próximo a cumplir 26 años le cumplirá el sueño a sus compatriotas que anularon el voto.

En África hay un precedente. George Weah, el único futbolista de ese continente que ha ganado el Balón de Oro, es el mandatario de Liberia desde enero de este año.

Por estos días se habla justamente de que Salah pueda competir por ese trofeo y repetir la proeza de Weah. En 40 días, el egipcio alcanzará algo que el liberiano nunca pudo: jugar un Mundial. El sillón presidencial puede esperar.

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