(Foto: AP)
(Foto: AP)
Farid Kahhat

En abril, la (la principal alianza militar del mundo), conmemoró su septuagésimo aniversario. Dado que, según un estudio del Instituto Brookings, las alianzas militares tienen en promedio una duración de unos 15 años, ese mero hecho es ya excepcional.

La OTAN tuvo como propósito inicial contener la posible expansión de la Unión Soviética y sus aliados. Según un proyecto de la Universidad de Harvard, en los últimos 500 años hubo 16 casos en los cuales una potencia emergente amenazó con desplazar del lugar de primacía a la principal potencia del sistema internacional: 12 de ellos terminaron en guerra. 






La OTAN consiguió derrotar al comunismo soviético sin que jamás se produjera una guerra directa. Y frente a quienes, como John Mearsheimer, creían que esa victoria presagiaba el fin de la OTAN (pues, desaparecida la amenaza existencial que le dio origen, ya no tendría razón de ser), esta organización no solo subsistió, sino que además incorporó nuevos integrantes y asumió nuevas funciones.

Pero la llegada de Donald Trump al Gobierno de EE.UU. propició el debate sobre el propósito de la alianza que no tuvo lugar tras el fin de la Guerra Fría. En lo esencial, Trump acusó a sus aliados de depender en exceso del poderío militar estadounidense. Y llegó a condicionar su respaldo al principio constitutivo de la alianza (V., una agresión contra cualquiera de sus integrantes equivale a una agresión contra todos ellos, y estos se obligan a defender al agredido), a que sus aliados destinen cuando menos un 2% de su PBI al gasto en defensa. Lo cual lleva a preguntarse, ¿cuál es la necesidad del acuerdo que estableció esa meta?

Desde los atentados terroristas del 11 de setiembre del 2001 hasta la ocupación y anexión de Crimea por parte de Rusia en el 2014, la prioridad de la OTAN en materia de seguridad fue el combate al terrorismo de alcance mundial. Pero combatir a ISIS o Al Qaeda no es un tipo de misión militar que requiera construir armamento o equipos particularmente costosos, como ojivas nucleares o portaaviones.

Eso cambió en años recientes, cuando China y Rusia comenzaron a perfilarse como rivales de la OTAN. Pero aun aceptando la premisa de que lo sean, ello difícilmente justificaría un incremento significativo del gasto en defensa de la OTAN: Estados Unidos por sí solo representa cerca del 40% del gasto de defensa mundial y, junto con sus aliados de la OTAN, supera el 50%.

Estados Unidos tiene algún tipo de presencia militar en cerca de la mitad de los Estados del planeta, mientras que China solo cuenta con una base naval en Yibuti y estaría por construir otra en Pakistán. ¿Por qué un país como Grecia, que ha debido reducir las pensiones de jubilación como parte de las políticas de austeridad exigidas por sus acreedores, necesita mantener –como hace hoy– un gasto en defensa del 2,5% de su PBI?

Tal vez sería más importante replantear cómo hacer para gastar de modo más eficiente el presupuesto con el que ya cuenta. Porque el hecho de que, por ejemplo, la OTAN siga engarzada en combates en Afganistán 18 años después de que decidiera intervenir en ese país no parece consecuencia de una escasez de recursos, sino de errores de concepción y estrategia.

Contenido sugerido

Contenido GEC