Texto y fotos: Oscar Bermeo Ocaña
Audio: Julio Bermeo
A miles de kilómetros de Venezuela, la música llanera también resuena. Melodías, acordes, voces, instrumentos, acercan por instantes esa tierra añorada a los migrantes y refugiados radicados en nuestro país.
MIRA: Maduro promete reforzar el plan para repatriar a venezolanos a fin de año
Despojados de ciertas pertenencias por la distancia física, los sujetos migrantes portan un bagaje cultural que actúa como mecanismo de supervivencia. Su música puede resultar una salida económica, un sostén de identidad, un mecanismo socializador y también un refugio emocional.
Estas son algunas historias migrantes atravesadas por canciones. Como lenguaje de las emociones, la música viene dando señales de cómo hacer más fluido nuestro diálogo intercultural.
El hombre que fabrica esperanzas
Cuando el amor llega así de esta manera
uno no se da ni cuenta
el carutal reverdece
el guamachito florece
y la soga se revienta
Luis Alexander Mujica podía ver en los pedazos de madera tirados lo que otros no veían. En las caminatas diarias, que había trazado junto con su esposa por los recovecos de San Juan de Lurigancho, tenía paradas obligadas frente a algunos talleres de carpintería.
Al llegar al Perú, en el 2019, había frecuentado varios de ellos buscando una oportunidad laboral. “No me daban trabajo por la edad y porque no me conocían, supongo que era desconfianza”, recuerda el hombre nacido hace 55 años en Barquisimeto.
Los rostros reacios se repitieron en las casas de instrumentos musicales. En cada negativa veía alejarse su oficio de luthier, práctica que lo había definido por más de cuatro décadas en Venezuela. “Les decía que me pongan a prueba, pero nada”, resume.
Para inicios del 2020 ya no ingresaba más a los locales. Afuera, rebuscaba fragmentos de muebles fallados o tablas envejecidas. Podía diferenciar el pino, la caoba y el cedro de lo inservible. La madera seleccionada la guardaba en los costales junto con plásticos y cartones. Materiales que luego intercambiaban por algunas monedas.
Caballo le dan sabana
porque esta viejo y cansao
pero no se dan de cuenta
que un corazón amarrao
cuando le sueltan las riendas
es caballo desbocao
“Me vine a riesgo”, dice Alexander. Los familiares que había dejado en Barquisimeto no sabían si iba a resistir los seis días de viaje hasta Lima. Aún contra las indicaciones médicas, el luthier y su esposa optaron por migrar. Se había tornado insostenible tratar las afecciones cardiacas de Alexander en Venezuela. “Con lo que nos mandaban mis hijos era elegir entre las medicinas o comida”, recuerda.
El luthier confiaba que, con sus hijos en Lima, podía estar mejor. Llegar fue su primera victoria. La segunda vino ochos meses después. Tras un infarto tuvo que ser hospitalizado y sometido a intervenciones quirúrgicas. Pudo volver a la calle gracias a un cateterismo y a las visitadoras sociales que aceleraron los trámites migratorios y la reducción de costos.
Al recuperar fuerzas empezó las caminatas por su nuevo barrio en San Juan de Lurigancho, el populoso distrito del este de Lima. Todas las tardes acopiaba residuos para venderlos como reciclaje. En marzo de 2020, la cuarentena rompió esa rutina.
Los prolongados tiempos muertos del confinamiento intensificaron las preocupaciones. Hasta entonces vivían del día a día. No era suficiente para costear el alquiler, la comida y sus medicinas. La imposibilidad de salir y las urgencias apuraban la desesperanza. “No terminaba de sentirme útil, entré en una fuerte depresión”.
Una de esas largas tardes de junio de 2020, quizás impulsado por las canciones de Simón Díaz que inundaban el departamento, tomó algunos de los pedazos de madera rescatados y empezó a cortarlos. Sin cuadernos de instrucciones, “al ojo” como menciona, diseñó un cuatro venezolano. Después de una semana el pequeño instrumento de cuerda, omnipresente en la música llanera, yacía en la mesa de trabajo que también hacía las veces de comedor.
“Papá, vamos a ponerlo a la venta en Internet. El venezolano lo va ver y lo va comprar”, le dijo José, su hijo menor, con la mirada optimista de un veinteañero.
Alexander solo buscaba sentirse productivo, pero aceptó la sugerencia. La profecía se cumplió en pocas horas. La lógica de las redes hizo lo suyo. Entre paisanos comenzó a correrse la voz que en Lima había un luthier que fabricaba cuatros, instrumentos que en el Perú muchos confundían con el ukelele.
El potro da tiempo al tiempo
porque le sobra la edad
caballo viejo no puede
perder la flor que le dan
porque después de esta vida
no hay otra oportunidad
Desde hace un año, Alexander no ha parado de fabricar cuatros. Venezolanos radicados en distintos puntos del Perú hacen pedidos en las redes de Instrumentos Mujica JL.
Ensaya una explicación para esta alta demanda. Si bien conoce el valor identitario de la pequeña viola, siente que la distancia potencia el arraigo entre sus coterráneos. “Cuando vuelven a tocar un cuatro se sienten como si estuvieran en su tierra”, dice el luthier.
Parte de lo ganado lo reinvierte en material y herramientas. Hasta las cinco de la tarde la sala del departamento es un taller. El ruido de serruchos, reglas, moldes, acompañan rítmicamente los clásicos llaneros de Simón Díaz, Luis Silva y Reinaldo Armas.
Hace cinco meses José renunció a su trabajo para acompañar a su padre en el naciente negocio. En un mes fabrican más de 20 cuatros. Los precios fluctúan entre 250 (los genéricos) y 550 soles (los personalizados).
Varios de sus clientes, incluidos algunos peruanos, comparten en sus redes videos con los instrumentos adquiridos. “Me siento muy contento verlos tocando. En este tiempo de pandemia, son alegrías que le damos a la gente”, refiere Alexander.
A miles de kilómetros, desde Barquisimeto, sus familiares empujan el renacer profesional de Alexander. Debido a la crisis, ellos ya no pueden continuar con la tradición iniciada por su abuelo, Eladio Pérez Chirinos, hace casi 100 años. El legado de la fabricación de instrumentos ahora se sostiene en él. “Es una gran responsabilidad y un orgullo”, menciona el luthier migrante.
Un corazón llanero en el puerto
Mañana empañeto el rancho con barro y con gamelota
Porque la pared del frente po el lao de abajo está rota
Y cortare en la menguante una cumbrera largota
Porque la que había anterior se pudrió con una gota
Cada tarde, Pablo Ascanio agarra el cuatro y transforma su habitación en algún paraje de los llanos venezolanos. Aunque el ruidoso barrio chalaco de Gambeta Baja poco tenga que ver con las extensas sábanas de su país, por media hora se siente allá.
“Cantando temas de Jorge Guerrero o Juan Herrera parece que estuviera andando en los esteros, arriando ganado en Cojedes, mi tierra”, dice con voz baja el hombre de 35 años. Es otro cuando canta. Su tono nasal calza bien con el ritmo acelerado del joropo. Rasguea con presteza, no pareciera que llevara pocos meses tocando el cuatro.
Varios familiares están ligados a la música. Sus tíos Manuel y Alejandro tuvieron agrupaciones. “Incluso han grabado algunos discos”, anota orgulloso. En las reuniones dominicales, Pablo los acompañaba cantando. Prefiere las letras de la música llanera criolla porque relatan la crudeza de la vida del campo. “En cambio la llanera romántica es más estilizada”, sostiene.
No sabe por qué no aprendió a tocar el cuatro allá. Quizás porque sentía que no iba a poder o porque no tenía la necesidad. En junio del 2020, confinado en su departamento chalaco y sin empleo sintió el llamado de reconectar con sus raíces.
Hoy en día heredo mi vida la misma herida
que me desangra y me agota
pero yo voy a ponerle por lo menos la carota
o la empañeto también y asimilo la derrota
Antes de febrero del 2018, nunca había salido de Venezuela. La crisis lo llevó hacia Barranquilla. Con su esposa Liz estuvieron ahí cuatro meses, intentando vender de todo para sobrevivir. En su licenciatura agropecuaria no le habían enseñado el arte de la persuasión. “Resultó difícil conseguir trabajo y no pudimos obtener los documentos”, recuerda.
Su cuñada los animó a probar suerte en el Perú. El 10 de junio del 2018 la pareja enrumbó a Lima. Fueron muchas horas de curvas y abismos. “No abría la cortina porque me daba miedo. Ponía la mente en que al llegar debía conseguir un trabajo estable”, señala.
Considera que el saldo ha sido positivo. Primero trabajó en una carpintería, luego en un taller de metalmecánica donde estuvo hasta que la cuarentena suspendió la actividad. Automáticamente quedó sin trabajo. Ante la imposibilidad de salir a buscar otro, trató de mantener la mente ocupada. “Decidí comprarme un cuatro, para limar las asperezas y no pensar tanto en las necesidades económicas y la pandemia”.
Pasó varios meses buscando hasta que en julio del 2020 encontró en Facebook la publicación de Instrumentos Mujica. “Tengo el primer cuatro fabricado en Lima”, dice sonriente mientras acaricia el instrumento que llegó en el momento más duro de su experiencia migrante.
Le voy a cerrar la herida al rancho viejo
Que de lejos se le nota
algún día voy a ponerle el piso de terracota
y en la pared del recibo una ventana grandota
“Al principio Liz no quería escucharme, solo hacía bulla”, cuenta Pablo. Con la ayuda de su cuñado, los chirridos se fueron convirtiendo en acordes y luego en canciones. La persistencia rindió sus frutos. Aunque su ejecución luce cuajada, espera perfeccionarla antes de enfrentar a sus compañeros de la empresa de transporte donde trabaja hace casi un año. “¿Cuándo nos vas a cantar?”, le preguntan insistentemente.
Pero, Pablo es paciente. Quiere tener un repertorio más amplio e interpretaciones sin fisuras antes de mostrarse al público, la cual es una de sus próximas metas. “Quiero dedicarme a transmitir nuestra cultura en el Perú”, apunta.
El cuatro llegó como un salvavidas. Lo incorporó en su rutina y siente que ha saldado una deuda pendiente con su tierra. Espera juntarse a tocar pronto con su primo arpista que vive en Chosica. “La música nos une a todos los paisanos”, refiere. Cree que la distancia física con la tierra natal cohesiona. “Conozco varios que no escuchaban música llanera allá y acá son los primeros que cantan. Debe ser qué sienten la necesidad de su idiosincrasia”, explica mientras se acomoda su sombrero de ala ancha.
Generaciones narradas por canciones
Llevo tu luz y tu aroma en mi piel
Y el cuatro en el corazón
Llevo en mi sangre la espuma del mar
Y tu horizonte en mis ojos
La escena vuelve cada vez que escucha “Venezuela”, la inmortal composición de Pablo Herrero y José Luis Armenteros.
Hace tres años, en la frontera con Colombia, mientras Rosalba Hurtado hacía la cola para que sellen su salida del país, escuchó esta popular canción y se quebró. “Por un instante pensé en regresarme a mi casa en Miranda, se vinieron imágenes de la familia”, recuerda.
Pero, decidió continuar en la fila. Agarrada de la mano tenía a su pequeña hija de ocho años y principal motor en la búsqueda del bienestar.
Cuando suena el tema vuelve a experimentar la sensación de estar dejando afectos por un futuro que no deja de ser incierto. Anota que no es fácil salir forzados, sin boleto de retorno. “No salimos por hobby, sino por necesidad. Una vez que salimos, ya estamos montados en el burro y hay que arriarlo”, asegura.
En sus estrofas, “Venezuela” describe tan bien el sentir patrio, que su hija no dudó en cantarla en una ceremonia de intercambio cultural en su nuevo colegio limeño. “Esta canción nos mueve todo”, dice Rosalba. Espera que pronto su hija aprenda a tocarla con el cuatro que hace poco adquirió. “Son sus raíces, que no se olvide”, apunta.
Soy desierto, selva, nieve y volcán
Y al andar dejo mi estela
El rumor del llano en una canción
Que me desvela
Rosalba parece estar siempre sonriente. Aunque en su estadía limeña también le tocó pasar por situaciones poco amenas. “Vivir en el exterior no siempre es sabroso, te aguantas muchas cosas”, asegura.
Trabajó como vendedora ambulante en las atiborradas calles de San Juan de Lurigancho. Lidió muchas veces con agentes del Serenazgo, que le impedían ofrecer sus productos. “A otros no corrían, sólo a mí”, dice.
La inserción escolar de su hija también tuvo algunos bemoles. Los percances disminuyeron con el cambio de colegio. La niña poco a poco ha ido incorporando los rasgos de su nueva tierra. “Antes de la pandemia, amistades peruanas nos invitaban a fiestas y todo era huayno. Ella ya aprendió a zapatear”, anota.
Si bien ve con buenos ojos la adaptación de su hija, Rosalba no quiere que la distancia difumine sus marcas identitarias. “Tiene que tener algo venezolano”, pensó antes de comprarle un cuatro.
Ella no sabe tocarlo, pero sabe que la música es el mejor camino para fomentar el sentido de pertenencia. Contrató un profesor venezolano que una vez por semana le enseña nuevos acordes a su hija. “Me ha dicho que como es chica aprende rápido. En un mes más ya debería estar tocando”, sostiene.
La mujer que quiero tiene que ser
Corazón, fuego y espuela
Con la piel tostada como una flor
en Venezuela
La pandemia cortó su trabajo en una peluquería. Ante las restricciones se reinventó como vendedora en línea y entre sus productos también ofrece cuatros venezolanos. Fue testigo presencial de muchos reencuentros inusitados. “He visto gente llorar al darle el instrumento”, cuenta Rosalba con emoción.
Muchos de sus compatriotas perdieron sus pertenencias, entre ellas el cuatro, al cruzar los puestos fronterizos. “Se resignan a entregarlos, sino no los dejan pasar”, dice. Quizás por eso lloran cuando vuelven a sentir el instrumento cerca. O también porque los retrotrae a situaciones, personas, sensaciones, dejadas en la tierra natal.
“A mí me pasa eso seguido cuando pongo música venezolana”, cuenta Rosalba. Con su esposo a veces juegan a recordar canciones y momentos. Dicen que les ayuda mucho a distenderse de las preocupaciones.
Cuando está más alegre pone joropos tuyeros, los que nunca faltaban en su casa familiar de Los Teques. “Hay gente que dice ‘este ya es mi segundo país’. Los que no salimos con esa perspectiva tenemos la esperanza de algún día volver a lo que hacíamos antes en Venezuela”, sostiene. Por ahora, las canciones mantienen vivos esos recuerdos.
La música nuestra de todos los días
Aquí les vengo a cantar con cariño y con amor
Género tradicional de nuestra bella nación
venimos de Venezuela donde todos emigran y sueñan
unos viajan en avión y otros en autobús
no les digo que en tranvía porque el viaje dura 5 días
Marbe Moreno y Yasmín Valera no tuvieron tiempo de procesar el miedo escénico. A los pocos días de llegar a Lima, en el 2018, ya estaban cantando en los microbuses frente a un público del que desconocían casi todo.
Se formaron en escuelas de música, participaron en orquestas sinfónicas y dirigían una academia en Venezuela, pero en esta nueva etapa estaban dispuestas a trabajar en lo primero que apareciese. Un amigo que las recibió en Lima notó que funcionaban como dúo y les sugirió “acá ustedes tienen que seguir cantando. Empiecen en los micros”.
Fue así que, acompañadas de un cuatro, conocieron la capital peruana. Subiendo y bajando de los buses de transporte público por avenidas con nombres que no les decían nada -Angamos, Aviación, Benavides- y calles que les parecían iguales. Con el pasar de los días notaron, con sorpresa, que las canciones venezolanas eran las mejor recibidas. “Nunca habíamos cantado en un micro. A pesar de la vergüenza inicial, se convirtió en nuestro trabajo por seis meses”, recuerda Marbe.
Un buen día podían acumular varios aplausos y cerca de 70 soles. También hubo de los otros. Días con reclamos y pasajeros malhumorados. Pero, en el balance la experiencia fue positiva. Se convirtió en un trampolín. En los micros conocieron personas que las contrataron para tocar en misas, casamientos, inauguraciones y cumpleaños.
Y me encuentro aquí en Perú cantándoles a ustedes
aquí vamos a rimar y también a agradecerles
por la receptividad que nos regalen ustedes
que disfruten este tema que está muy tradicional
en las voces de nosotras aquí lo van a escuchar
Armar los repertorios para los shows privados no fue fácil. Al principio fueron a lo seguro: canciones de probado éxito internacional. Conforme conocían a sus públicos y el entorno, fueron incluyendo los sonidos locales. “Exploramos la música peruana, fuimos agregando festejos, música criolla”, cuenta Marbe.
Un sábado, durante una presentación en un cumpleaños en Lurín, tuvieron un choque cultural. “Una señora, no sé si estaba ebria, comenzó a pedir a los gritos música que no conocíamos porque somos venezolanas. Reclamaba fuerte. Luego la calmaron. No sé si fue por xenofobia”, dice Marbe.
Incorporaron para estas presentaciones a pianistas y percusionistas. Con ellos el setlist se amplió con cumbias y salsas. “Hemos tocado de todo”, apunta. Aunque hay una canción que guardan para ocasiones especiales.
Un tiempo atrás, en una pausa de sus incursiones en las líneas de transporte público, escribieron un tema para resumir su experiencia migrante. Crearon la letra y le pusieron acordes en medio de bocinazos de la avenida Angamos. “Con Yasmín nos sentamos a hablar y nos salen las canciones solas. Es algo mágico”, explica Marbe.
“Gracias Perú” es el nombre de esta composición que arranca como un sentido vals peruano y termina ardoroso en clave de pajarillo venezolano. “La estrenamos la misma tarde que la escribimos en los micros. Tuvo gran acogida”.
Aquí vengo de Trujillo, estado venezolano,
donde hay gente talentosa y todos somos hermanos
aquí en Lima hay unos cuantos
trabajando siempre a diario
aprendiendo la cultura de los hermanos peruanos
esto aquí me enorgullece
La situación en Venezuela no les permitía continuar con la academia de música. “Nuestros socios se desperdigaron por diversas partes del mundo”, dice Marbe. Aunque todavía conservan algunos alumnos, varios de ellos hoy en Canadá o Colombia, a los que dan clases a distancia.
Hace poco, junto con otros paisanos del estado Trujillo radicados en Perú, organizaron un primer concierto enfocado exclusivamente en la difusión de la cultura venezolana. “Decidimos cantar nuestra música porque nos dimos cuenta que hace falta y es algo que nos mantiene unidos”, asegura.
La buena recepción que encontraron en los micros con canciones menos conocidas que “Caballo viejo” o “Alma llanera”, les da expectativas de crecimiento. “Buena parte de la música venezolana es jocosa, cómica y a la gente eso le divierte”, anota Marbe.
Se siente agradecidas por las oportunidades que fueron apareciendo para seguir trabajando en lo que les apasiona. Actualmente empujan A 2 Voces Maya, su proyecto musical de dúo que se complementa con la enseñanza a chicos y jóvenes de canto, guitarra, cuatro y piano. Les parece pretencioso que las llamen embajadoras. Quizás se sientan más cómodas considerándolas trabajadoras de la música con alma migrante.
El canto que vence al olvido
Cuando voy a Maracaibo
Y empiezo a pasar el puente
Siento una emoción tan grande
Que se me nubla la mente
En cualquier momento, Carola González se animará y hablará con la administradora para tocar en el patio común del condominio. Por ahora, sus interpretaciones con el cuatro las escuchan tímidamente algunos vecinos piuranos del quinto piso que se acercan a las ventanas. Aunque su principal público lo tiene más cerca: su mamá.
“Con la música es más fácil involucrarla cuando se siente perdida”, dice la profesora de música para educación inicial. La mirada de su octogenaria madre parece detenida en las cuerdas vibrantes del instrumento, pero en realidad está recreando situaciones pasadas, momentos felices en Maracaibo. Muchas veces sonríe y algunas hasta baila en la sala. “Eso genera el cuatro. Escuchar ese instrumento para ella puede ser recordar a mi abuela”, dice Carola.
A descubierto en la noche a su madre cantar, entre sueños, fragmentos de “Brisas del Zulia”, una gaita venezolana. Carola considera que la música ha sido una herramienta fundamental para hacer frente a los avances del Alzheimer. “Las canciones llenan su vacío, sus miedos. Cuando está ansiosa, con la música se calma”, asegura.
Inmersa en las necesidades de la vida doméstica y el cuidado de su madre, no ha tenido aún tiempo de poner en papel las relaciones que va descubriendo entre la música y la vejez. “No debería dejarlo todo a la memoria”, advierte.
Siento un nudo en la garganta
Y el corazón se me salta
Y sin darme cuenta tiemblo
Y sin querer estoy Llorando
Al llegar a Piura en julio del 2019, Carola buscó empleo en diversos centros de educación inicial. Se dio cuenta que la música no encajaba en las prioridades de las instituciones. “En algunos me dijeron que una misma maestra enseña todas las materias”.
Después de un largo proceso quedó seleccionada en un nido que quería darle continuidad a su banda rítmica. Sus funciones iban a arrancar con el año lectivo 2020, pero el cierre de la institución con la pandemia truncó esa posibilidad. “Nunca más supe de ese nido”, refiere.
Pese a todo se siente a gusto en Piura. Encontró apoyo de una asistenta para acompañar a su madre. También un departamento con servicios básicos y comida, escenario que resulta cada vez más difícil en Maracaibo. “A veces me dan ganas de regresar para ver a mi gente, pero luego recapacito y mi gente ya no está en el país. Estamos regados por diversas partes”, dice.
En Piura tiene a su madre y a su hermano, quien fue el que las animó a migrar. O mejor dicho le abrió los ojos. “Subía la gasolina, había escasez de productos, los sueldos no alcanzaban, pero yo creía que podía. Mi hermano me hizo verlo”.
Yo no soy regionalista
Pero a mi Zulia lo quiero
Porque sé que es el primero
De Venezuela en la lista
Llegó sin instrumentos a Perú. Pudo subsanar esa carencia cuando una señora le donó un teclado que ya no usaba su hijo. “La cosa mejoró con el teclado. Me sentía muy estresada. Ya podía drenar ahí”, acota.
Hace dos meses llegó el cuatro que había encargado en Lima. Fue reencontrarse con un amor después de dos largos años. “Los venezolanos tenemos muchas vivencias asociadas al cuatro. No sé si en Perú pase algo así con un instrumento”, reflexiona.
Si bien dice que retomar el cuatro es como volver a montar una bicicleta, tuvo que disciplinarse con los horarios de prácticas. “No tengo la velocidad de antes, pero siento que estoy haciendo mejor los acordes”, dice con emoción. Carola se impone a las dificultades físicas que podrían presentarse.
“Si se me duermen los dedos, termino una canción, paro un momentico, estiro y vuelvo”, resume. Hace unos años fue operada su mano derecha tras detectarse el síndrome de túnel carpiano. A identificado algunas molestias en la mano izquierda, pero eso no amilana sus deseos de tocar. Lo necesita.
“La música es una terapia, una sanación, una descarga. Nadie debería quedarse sin ella”, asegura, mientras se alista para ensayar una vez más ‘Sentir Zuliano’. Quiere que sus viejos himnos resuenen fuerte en su segunda patria.