Ocurrió el 17 de febrero. Aquel día, el director del hospital de Macenta (al sur de Guinea) visitó a un paciente que presentaba fiebre alta, vómitos y diarreas. Unos días después, él y su personal médico desarrollaron los mismos síntomas y, al igual que el enfermo, murieron.
De pronto, de cada 10 enfermos que ingresaban al hospital, 9 salían muertos. La población, acostumbrada a tratarse con curanderos, entendió que acudir a un centro era garantía de muerte y los doctores extranjeros empezaron a ser vistos como los culpables.
Por eso, el viernes 4 de abril, una multitud irrumpió en el centro de emergencias de Médicos Sin Fronteras en Macena y los obligó a salir bajo amenazas. El mismo problema se repite ahora en Sierra Leona y Liberia, donde incluso su presidenta Ellen Johnson-Sirleaf se ha visto obligada a decretar el estado de excepción en todo el país durante tres meses. Movilizó soldados en los exteriores de los hospitales para evitar que los enfermos se escapen.
Según Johnson-Sirleaf, “la ignorancia, la pobreza y las enraizadas prácticas culturales y religiosas continúan exacerbando la extensión de la enfermedad”.
Por ejemplo, las familias de pueblos aislados agreden a los médicos porque no les permiten honrar a sus muertos en los funerales. Ellos quieren lavarlos, tocarlos y besarlos, tal como dictan sus tradiciones. Otras familias esconden a los enfermos en sus casas y han contribuido a extender el virus.
“The New York Times” reporta que bandas armadas en los tres países persiguen a los médicos culpándolos de ser los responsables del contagio.