Yuto Naganuma mira ensimismado mientras la helada brisa del mar sopla por encima de las paredes destruidas del colegio donde perdió a su hermano pequeño en el devastador tsunami del 2011 en Japón.
Han pasado diez años y Naganuma y otros como él son parte de una generación cuyas cortas vidas fueron forjadas por lo que se conoce en Japón como el triple desastre: un poderoso terremoto que provocó un aterrador tsunami y el peor accidente nuclear desde Chernóbil.
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Los niños del tsunami perdieron familias, casas, escuelas y comunidades enteras. La experiencia llevó a algunos a trabajar en la sensibilización sobre desastres o a ayudar a niños como ellos que han vivido con la tragedia.
Una década después la tragedia que sufrió Naganuma está muy presente.
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“Perdí a mi familia, a mi comunidad. Cosas que construyeron quién soy. Sentí que el tsunami se llevó la mitad de mi cuerpo”, dice afuera del colegio de enseñanza primaria Okawa en el noreste de Japón, donde murió su hermano de ocho años.
Fue uno de los 74 niños y 10 profesores que perdieron la vida barridos porque el personal de colegio no logró evacuarlos a pisos superiores. La tragedia fue una de las peores del triple desastre, que dejó en total 18.500 muertos y desparecidos.
Naganuma tenía 16 años en la época, pero se echó la culpa de la pérdida.
Dos días antes del terremoto de magnitud 9, sintió un temblor de 7,3 en la playa local, que después interpretó como una advertencia fallida.
“Siento que quizá mi hermano no hubiera muerto. Si hubiese advertido a la gente de la comunidad, quizá nadie hubiera muerto”, dice a la AFP mientras mira las aulas destrozadas.
Su abuela y su bisabuela también murieron en el tsunami, cuando esperaban el autobús del colegio de su hermano.
“Estoy lleno de remordimientos”, dice. “Dejé que llegara el día sin hacer nada”.
“Vivir entre desastres”
Después de la tragedia, Naganuma trató de hacer una vida normal, pero luchaba con la culpa del superviviente, preguntándose por qué se había salvado.
Se inscribió en un curso para ser profesor en una universidad de otra región, pero se trasladó a un centro más cerca de su casa para estudiar gestión de desastres.
Ahora hace visitas guiadas al colegio y conferencias sobre la preparación para los desastres.
En Japón y en otros lugares, “todos vivimos entre desastres”, dice.
“La probabilidad de sobrevivir cuando nos enfrentamos al desastre siguiente cambia significativamente en función de cómo utilizamos ese tiempo”, dice.
Nayuta Ganbe, de 21 años, se ha ido abriendo poco a poco a hablar de la experiencia del tsunami.
Se refugió en su escuela con su madre y una hermana después de la alarma de tsunami tras el terremoto.
Tenían que ir a la tercera planta, pero Ganbe fue a recoger los zapatos que había dejado a la entrada como hacen los estudiantes japoneses.
Cuando sujetaba la puerta para que entrasen cinco personas que venían al colegio, un torrente de agua mezclada con lodo viscoso lleno de escombros y vehículos, los golpeó.
Ganbe estaba en un piso un poco más arriba pero el agua, “espesa como la mayonesa”, se abalanzó sobre él.
“Fue como si el agua hubiera agarrado mis tobillos”, explica.
Un hombre al que arrastraba la corriente gritaba y estiraba el brazo hacia Ganbe, que se quedó paralizado con la masa de agua.
“Cuando la punta de los dedos desapareció, reaccioné”, dice.
El después del desastre fue apenas menos traumático. Ganbe recuerda que encontró un cuerpo días después, y una extremidad de otro cuando caminaba al colegio, una experiencia frecuente para los niños en esa zona en aquella época.
La cobertura mediática hacía hincapié en el civismo de los evacuados y la solidaridad nacional, pero Ganbe vio a adultos saltarse las filas en busca de alimentos, o empujar a los niños. Durante varios días después del tsunami no comió nada.
A los alumnos se les aconsejaba que no hablaran de los amigos “desaparecidos” y algunos tuvieron ataques de pánico.
“Antes de darte siquiera cuenta, se volvió normal no hablar de ello”, dice.
Pero tres años después del desastre, le pidieron que hiciera una disertación y empezó a procesar sus memorias, reviviendo aquellas escenas y pasando noches sin dormir.
“Desgarrada”
Ahora estudia sociología del desastre, investiga lo que hace que la gente suela tomar los pasos adecuados para salvarse cuando golpea la crisis, y habla a grupos en todo el país, en parte para preservar la memoria que teme que se vaya desvaneciendo.
“En 20 años más quizá veamos a gente de 20 años, que nació después del desastre, irse de esta ciudad sin saber nada del mismo”, afirma.
El tsunami marcó no solo a los niños que atrapó en su camino, sino también a los afectados por el desastre de Fukushima Daiichi.
Hazuki Shimizu vivía en Namie, a pocos kilómetros de los reactores que se fundieron cuando el tsunami colapsó el sistema de enfriamiento de la planta.
Huyó de su casa con su madre y su hermana el 12 de marzo, y acabó en Chiba, en las afueras de Tokio.
“Estaba literalmente desgarrada”, recuerda mientras veía cómo se preparaba el desastre en la distancia. “No podía hacer nada”.
En el ayuntamiento local, su familia tuvo que permanecer en el aparcamiento y ser controlada con los contadores Geiger que miden la radiactividad cuando fueron a inscribirla en su nuevo colegio.
Y sus nuevos compañeros de clase no hablaban del desastre.
“No sabía por qué la gente no hablaba de ello... ¿Por qué no les importaba? Me sentí muy aislada”.
Ya de adulta, volvió a la región costera y ahora trabaja para un grupo que ayuda a mantener la memoria del tsunami.
“Cuando me convertí en víctima del desastre, aprendí que era muy duro”, dice Shimizu, quien también ha trabajado con grupos que ofrecen apoyo escolar.
“¡Hay tanta gente que sufre dolor y lucha!”, exclama.
“Necesitamos oír sus voces y apoyarlos”.
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