Ni siquiera una campaña de desprestigio de 2.000 años, instigada por los griegos, puede oscurecer los asombrosos logros de los antiguos persas.
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El historiador y autor Lloyd Llewellyn-Jones, experto en Persia aqueménida y en la historia sociocultural griega, cuenta la historia de la dinastía iraní que forjó el mayor imperio que el mundo haya conocido.
Alrededor de 1943, el poeta y novelista histórico británico Robert Graves escribió el poema "La versión persa" sobre la batalla de Maratón, librada en el 499 a.C. entre las fuerzas de Atenas y Persia.
Aclamado como un triunfo magnífico para los atenienses, Maratón se convirtió rápidamente en un mito en el mundo de habla griega.
Cuando los persas fueron repelidos del suelo griego, nació la leyenda de la heroica lucha por la libertad sobre el despotismo.
Y eso no es todo. Porque Europa, en esa lectura de la historia, también nació en Maratón.
Graves cuestionó esa postura y prefirió leer las consecuencias de Maratón como el triunfo final de una exitosa y longeva campaña de propaganda ateniense.
El poema de Graves está escrito desde el punto de vista de los "persas amantes de la verdad".
Para ellos, subraya, Maratón fue poco más que una "escaramuza trivial" en los límites occidentales de su imperio y ciertamente no el "intento grandioso y desafortunado de conquistar Grecia" soñado por los atenienses y vendido a escolares europeos por generaciones.
Entre el ascenso de Ciro el Grande a mediados del siglo VI a.C. y la muerte de su descendiente Darío III dos siglos después, los persas (con la formidable dinastía aqueménida a la cabeza) presidieron el imperio más grande que el mundo había visto hasta entonces.
Fue un imperio construido sobre una infraestructura avanzada, tolerancia hacia las diversas culturas y religiones y, cuando fue necesario, una fuerza abrumadora.
Dado el inmenso poder que ejercieron durante 200 años, no sorprende que Graves concluyera que los persas bien podrían haber considerado sus enredos con los griegos como un mero espectáculo secundario.
Sin embargo, el poeta nadaba contra la corriente.
La herencia griega
Durante la Ilustración, dos siglos antes, los intelectuales habían teorizado sobre por qué Occidente se había vuelto tan dominante en el orden mundial y había tenido tanto éxito en la expansión de su civilización.
Propusieron una teoría radical: la superioridad europea no provenía del cristianismo, como se había pensado anteriormente, sino de una tradición cultural que comenzó en la antigua Grecia.
Los griegos, estipularon, inventaron la libertad y la racionalidad, y luego Roma esparció estos preciosos dones por toda Europa en una serie de conquistas imperiales civilizadoras.
Otras culturas al margen de Grecia y Roma eran bárbaras.
Y los peores y más amenazadores de los bárbaros eran los persas, con su búsqueda de la dominación mundial.
Desde la era de las guerras greco-persas, los persas fueron los receptores de una campaña de desprestigio en la que se les presentaba como los opresores tiránicos del mundo libre.
Eso ha sido enormemente perjudicial para el estudio de la historia de la antigua Persia.
Y el problema se ha visto agravado por el hecho de que los persas no escribieron historia narrativa de la forma en que lo hicieron los griegos, sino que se basaron principalmente en narraciones orales, poesía y canciones para transmitir su pasado.
Salvado de la tiranía
¿Entonces, cómo pueden los historiadores liberar a los persas de la tiranía de la tradición clásica?
¿Cómo podemos relacionar el auge y la caída de su notable imperio desde una perspectiva que durante tanto tiempo estuvo fuera de la historia: la suya propia?
La respuesta la proporciona una variedad vertiginosa, pero maravillosamente esclarecedora, de fuentes genuinas.
Hay inscripciones reales en el antiguo idioma persa; hay ricos archivos de documentos cuneiformes escritos en arcilla que nos hablan del funcionamiento del imperio, su economía y su servicio civil; hay un dossier de arte -relieves en paredes, diseños textiles, trabajos en oro y plata- y una magnífica herencia de arqueología para contar la historia interna del pasado de Persia.
Gracias a la aparición de esos tesoros, finalmente los persas cuentan con una plataforma para relatar su propia historia.
De reino a superpotencia
Esa historia comienza a mediados del siglo VI con el ascenso de uno de los gobernantes más notables del mundo antiguo: Ciro II, o "el Grande".
Cuando llegó al poder en 559 a.C., Persia era un pequeño reino ubicado en el suroeste de Irán, una de las varias tribus vasallas del reino de los medos.
Cuando murió en el 530 a.C., estaba en camino al estatus de superpotencia.
El momento decisivo llegó en el 550 a.C. cuando Ciro, apoyado por una coalición de tribus del sur de Irán, atacó a los medos y saqueó su capital, Ecbatana.
Luego enfrentó al poderoso reino de Lidia en Asia Menor, capturando su rica capital, Sardis, una victoria que le abrió el camino para apoderarse de otras ciudades importantes a lo largo de la costa jónica.
Otro hito llegó en el 540 a.C. cuando Ciro lanzó un ataque contra el imperio neobabilónico, centrado en Mesopotamia, y entró en la fabulosamente rica ciudad de Babilonia.
Gran parte de nuestro conocimiento sobre la caída de Babilonia proviene del cilindro de Ciro.
Como pieza de propaganda imperial, el cilindro intenta legitimar la conquista de Babilonia por parte de Ciro al representar al rey como el campeón elegido del dios Marduk.
Tras la conquista de Babilonia, Ciro forjó un imperio verdaderamente internacional.
En Pasargada en Irán, el rey construyó una tumba y un palacio con un jardín regado por una miríada de canales de agua.
El resultado fue nada menos que un paraíso en el desierto, que, con sus representaciones arquitectónicas de las culturas ahora bajo el dominio persa, reflejaba al imperio en miniatura.
La retórica real enfatizaba que todas las naciones conquistadas estaban unidas al servicio del Gran Rey, cuyas leyes debían obedecer y cuya majestad debían defender.
El rey era respaldado por el gran dios Ahuramazda, quien le otorgó al monarca el don de la realeza para estabilizar el orden mundial, ya que el malestar y la rebelión estaban vinculados al desorden cósmico.
Ritos y rituales
Ciro el Grande murió luchando contra una tribu de Asia central llamada los masagetas.
Aunque su caída asestó un duro golpe, no fue suficiente para revertir la expansión del imperio. De hecho, su sucesor, Cambises II, agregó un premio significativo a las posesiones imperiales de Persia: Egipto.
Las fuentes griegas retratan a Cambises como un déspota loco que oprimía tiránicamente a sus súbditos y degradaba impíamente las tradiciones religiosas de las naciones conquistadas, pero la evidencia arqueológica de Egipto pinta un cuadro diferente.
Indican que el rey adoptó una política de armonía religiosa: las inscripciones del Serapeum de Menfis (524 a.C.) confirman que honró la muerte de un toro sagrado con los debidos ritos y rituales.
La actitud de laissez faire hacia las diversas creencias religiosas y culturales exhibida por Cambises parece haber sido un sello distintivo del gobierno persa.
Sin embargo, los aqueménides también podían emplear la fuerza bruta para salirse con la suya, como lo demuestra el ascenso del hombre que rivalizaría con Ciro II como el más consumado de todos los gobernantes persas y presidiría el imperio en su cenit: Darío el Grande.
Despiadado y formidable
Darío le arrebató el poder en 522 a.C. al hijo de Ciro, Bardiya, en un sangriento golpe de Estado en el palacio, y fue completamente despiadado cuando el imperio fue sacudido por una ola de revueltas.
En poco más de un año, derrotó, capturó y ejecutó a los líderes rebeldes, y durante el resto de su reinado de 36 años nunca más fue amenazado con un levantamiento.
Los textos persas contemporáneos atestiguan el alcance del poder de Darío y su ferocidad al defenderlo.
Según una fuente, el propio dios Ahuramazda le dio a Darío "la realeza de esta amplia Tierra con muchas tierras en ella: Persia, Media y las otras tierras de otras lenguas, de las montañas y las llanuras, de este lado del océano y del otro lado del océano, y de este lado del desierto y del otro lado del desierto".
Sin embargo, la formidable reputación de Darío no se basó sólo en el poderío militar.
Se aseguró de que se implementaran proyectos de ingeniería y construcción en todo el imperio.
En Egipto construyó un canal entre el Nilo y el Mar Rojo.
En el corazón de Irán, comenzó un gigantesco programa de construcción en Persépolis, que se convertiría en la capital ceremonial de su imperio.
A la ciudad elamita de Susa (oeste de Irán) se le dio una nueva oportunidad de vida cuando se convirtió en la capital administrativa.
Satrapías
Presidir un imperio de más de 3 millones de kilómetros cuadrados presentaba un enorme desafío logístico, incluso para un gobernante tan capaz como Darío.
Su solución fue dividir los territorios del imperio en satrapías administrativas (provincias) y entregar los puestos más altos a un pequeño grupo de hombres extraídos exclusivamente de los escalones más altos de la aristocracia persa.
El sistema de satrapía es una de las principales razones por las que los persas pudieron controlar un imperio tan vasto durante tanto tiempo.
Otro factor que le dio al imperio persa una ventaja competitiva crítica fue la calidad de su infraestructura.
Carreteras de primer orden conectaban los principales centros satrapiales con el núcleo imperial.
La mera inmensidad del imperio de Darío también se refleja en el arte aqueménida, esencialmente una mezcla ecléctica de estilos y motivos extraídos de diferentes partes del imperio, pero fusionados para producir una apariencia distintiva y armoniosa que era claramente persa.
Exageraciones
A pesar de todos sus logros como guerrero y administrador, Darío el Grande es recordado principalmente, al menos en Occidente, como el déspota cuyos designios sobre Grecia terminaron sangrientamente en la batalla de Maratón.
Si bien Darío pudo haber tenido la ambición de incorporar Grecia a su imperio, el relato de Heródoto sobre las tensiones greco-persas exagera la respuesta persa a la resistencia griega.
Darío murió en el 486 a.C. y la tarea de expandir el imperio quedó en manos de su hijo Jerjes.
Al igual que su padre, para el nuevo rey los griegos fueron un hueso duro de roer.
Aunque capturó Atenas en el 480 a.C., sus fuerzas sufrieron serias derrotas ante los griegos tanto en el mar (Salamina) como en tierra (Platea y Micale).
Ante la realidad de que Grecia nunca se incorporaría a su imperio, Jerjes desistió y regresó a casa.
El magno
El siguiente siglo y medio fue testigo de rebeliones internas, la pérdida y reconquista de Egipto y el aplastamiento de una revuelta en Sidón (en el actual Líbano).
A pesar de todas esas crisis, la primacía de Persia continuó sin ser cuestionada, hasta que, en el año 330 a.C., surgió en Grecia una figura que derribaría todo el edificio aqueménida en unos pocos años: Alejandro Magno.
El rey encargado de detener al gigante macedonio fue Darío III.
El hecho de que no lo lograra ha sido una mancha en su reputación desde entonces, sin embargo Darío fue un soldado valiente y un administrador capaz que representaba una seria amenaza para los sueños de gloria de Alejandro.
Pero no pudo evitar dos pérdidas importantes en la batalla: en Issos en 333 a.C. y en Gaugamela en 331.
Tras la segunda derrota, Darío huyó a Ecbatana en el oeste de Irán para tratar de reunir tropas, y de allí a Bactria, donde fue asesinado por su propio primo, Bessos.
La muerte de Darío en el 330 a.C. marcó el fin del imperio persa y una nueva fase en la historia del mundo, una en la que Alejandro Magno construiría un imperio que eclipsaría incluso al de los persas.
Todo en familia
A pesar de las revueltas, los problemas fronterizos, las luchas por la sucesión y los regicidios, el imperio persa había dominado enormes territorios y diversas poblaciones durante más de dos siglos.
La pregunta que surge inevitablemente no es por qué llegó a su fin el imperio persa, sino más bien, ¿cómo se mantuvo durante tanto tiempo?
Hay una respuesta fundamental a esa pregunta: la familia aqueménida nunca perdió su control exclusivo sobre la realeza.
Los aqueménidas dirigieron su imperio como un negocio familiar.
Hubo rebeliones dentro de la casa imperial, es cierto, pero nunca para establecer estados separatistas, sino para establecer quién debería sentarse en el trono como cabeza de la familia.
Hoy, el estudio del imperio persa se está expandiendo y floreciendo como nunca antes.
Siguen apareciendo estudios textuales de fuentes indígenas persas y, desde la década de 1930, la arqueología del imperio ha producido hallazgos inesperados que constantemente obligan a los estudiosos a repensar nuestras definiciones de imperio.
Tomando prestado de Robert Graves, ahora es posible contar la versión persa de la rica historia de Irán.
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