Era la primera vez que escuchaba ese sonido. Tsukasa manejaba una camioneta tipo combi cuando las sirenas empezaron a sonar. Él no fue el único en preguntarse qué pasaba: en el auto, sus ochos alumnos y su colega se quedaron perplejos. ¿El carro presentaba fallas? No. La tierra empezaba a sacudirse.
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Tsukasa estaba a salvo, tranquilo. Cuando escuchó la alerta de tsunami tampoco perdió la serenidad. Japón es zona de terremotos y, aun cuando el de aquel 11 de marzo del 2011 era el de mayor magnitud registrado en esas tierras, era improbable que una gran ola devastara las ciudades. En todo caso, había que confiar en los rompeolas dispuestos en las costas.
Ni siquiera al ver las olas atravesando la tierra con fuerza, Tsukasa se perturbó. “Pensaba que serían de 30 centímetros –recuerda en un video publicado en YouTube–. Toda el agua era negra”. Para evitarla y como no podía dar la vuelta en la combi, se alejó en retroceso. Pronto, fue evidente que sus cálculos habían fallado. Jamás volvería a su casa.
“Fue como estar en una película. Hasta ahorita lo siento así... Como si hubiera llegado Godzilla, no sabía qué hacer”, añade en un video que supera las diez millones de reproducciones.
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Tsukasa fue uno de los miles de afectados por el terremoto y tsunami. La agencia Europa Press, en un cable del 2015, anota que en Japón murieron 21.586 personas, en tanto que Fukushima fue una de las provincias que se llevó la peor parte. Allí se encontraba uno de los cinco reactores nucleares del país, Fukushima Daiichi, el más grande de todos.
Si a los fenómenos naturales se les suma el desastre nuclear, en Fukushima murieron 18.498 personas y, desde entonces, según EP, “han fallecido 3.088 como consecuencia de enfermedades o dolencias directamente relacionadas con esos hechos”.
“La Vanguardia” anota que no se registraron muertes directamente relacionadas con el problema de la planta nuclear. Lo que sí se confirmó fue “una muerte por cáncer vinculada”, cifra que, según la Organización Mundial de la Salud, podría aumentar en el futuro.
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El medio también anota que el “proceso de reubicación” de los ciudadanos para “protegerlos de la radiación” causó el aumento de la mortalidad y de enfermedades mentales.
“Según un estudio del IZA Institute of Labor Economics, el aumento del precio de la electricidad podría haber provocado que más de 1.200 personas muriesen de frío entre 2011 y 2014”, agrega “La Vanguardia”.
Aun enfrentándose a esas circunstancias, Tsukasa decidió quedarse en Fukushima. Pudo migrar a otro país, pero prefirió quedarse, juntarse con unos amigos y ayudar a la comunidad. De un día para otro, se vio enseñando a hacer origami a los niños que sobrevivieron.
TERRITORIO RADIOACTIVO
La energía nuclear tenía una terrible reputación en Japón. Tras los bombardeos de Hiroshima y Nagasaki, era sinónimo de muerte y destrucción. ¿Cómo se explica, entonces, que a inicios de los 70 se haya construido una planta como Fukushima Daiichi? Según el documental “Fukushima, una historia nuclear”, el magnate Shoriki Matsutaro se dedicó a lavarle la cara a través de sus medios de comunicación, entre los que destacaba Nippon Television.
El papel de Estados Unidos también fue crucial. Se recuerda el discurso “Átomos por la paz” que el presidente Dwight D. Eisenhower dio frente a las Naciones Unidas el 8 de diciembre de 1953.
“El propósito de mi país es ayudarnos a salir de la oscura cámara de horrores hacia la luz, a encontrar un camino por el cual las mentes de los hombres, las esperanzas de los hombres, las almas de los hombres en todas partes, puedan avanzar hacia la paz y la felicidad y bienestar”, dijo el mandatario.
Cuenta el físico nuclear Modesto Montoya que Japón no fue el único país que se opuso a esta tecnología. Según él, los alemanes también la detestaban: tras la Segunda Guerra Mundial, su territorio se convirtió en lugar de descanso de armas nucleares que apuntaban a la Unión Soviética. No es difícil intuir la gran preocupación de la población.
Para el 2011, la situación era totalmente distinta. La central nuclear de Fukushima Daiichi alimentaba de energía a todo Tokio y nadie se imaginaba un desastre.
Su base fue construida de manera que los reactores nucleares estuvieran protegidos y, de hecho, el sistema resistió al terremoto de 9 grados Richter. Lo que nadie pudo anticipar fue que olas de más de diez metros devastarían la costa e inundarían la sede.
Lo que siguió fue inevitable: varias explosiones se registraron en Fukushima Daiichi, lo que, según “La Vanguardia”, “provocó la liberación de material radioactivo”. “La mayoría de los radioisótopos que se emitieron fueron empujados por el viento hacia el océano Pacífico”, cuenta el medio. Pero otra parte también avanzo hacia ciertas ciudades niponas.
Al igual que el desastre de Chernóbil en 1986, el de Fukushima se clasificó como 7, el nivel máximo en la Escala Internacional de Accidentes Nucleares.
A partir de ese momento, y en menos de dos años, el país abandonó la “producción de energía nuclear, que era responsable del 30% de la producción eléctrica del país”.
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EL MAL MENOR
La escuela primara Kumamachi vive congelada en el tiempo. A través de sus ventanas se ven los libros regados sobre los pupitres, las mochilas tiradas por los suelos, los casilleros a medio abrir y una pizarra acrílica que se mantiene firme en la que se lee “11 de marzo del 2011”. Nadie ha vuelto a entrar desde entonces.
A las afueras, en el estacionamiento, hay un medidor de radiación: 6.769 milisieverts, una cifra espeluznante casi 70 veces más que la de Tokio. Así es la vida dentro de los 20 kilómetros a la redonda de la planta nuclear Fukushima Daiichi.
Un poco más lejos, en ciertas partes Hisano Hamachi, no se puede caminar ni ir en bicicleta o moto. Lo único que está permitido es ir en auto, cuya estructura protege a los pasajeros de una radiación de 1.8.
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Lo único que queda es obedecer a la regla: el cuerpo humano recibe 2 milisieverts al año, pero exponerse a más de 1 de cuajo ya es perjudicial. Ni hablar de 6: a esa cantidad estuvieron expuestos algunos trabajadores de Chernóbil, quienes murieron un mes después del desastre.
En esa zona hay restaurantes y centros de videojuegos cerrados, carros viejos que parecen haber echado raíces, una concesionaria de Toyota con un frontis de vidrios rotos. Las plantas se asoman y empiezan a repoblar la tierra.
Más adelante, a medida que uno se acerca a la costa, todavía se ven estructuras destruidas por el tsunami. También árboles secos.
Es verdad que, en ciertas partes de Fukushima, hay movimiento y viven personas. El gobierno japonés hace esfuerzos millonarios por recuperar la provincia. A esos residentes, sin duda alguna, les inquietará conocer que recientemente se descubrieron nuevas partículas altamente radioactivas en ciertas zonas. Y también reforzará la idea de los cerca de 36 mil desplazados (de un total de 165 mil que salieron en su momento de Fukushima) que nunca quisieron regresar.
“El Universal” anota: “Las partículas fueron encontradas en un estudio de suelos superficiales a 3.9 km de la unidad de reactor 1”. Se espera, sin embargo, que solo causen radiación externa, es decir, que tendrá un “un efecto insignificante en la salud, ya que no se adherirían fácilmente a la piel”.
Pero quizás lo más importante a tener en consideración –en tanto el reciente descubrimiento se ubica dentro de la zona restringida– es el impacto que tendrá una de las últimas decisiones del Estado: el agua concentrada en los reactores nucleares –contaminada, por supuesto– se liberará al mar.
¿Se trata de una maniobra desesperada? ¿Cuál será el impacto en la vida de las personas? Ficciones como “Los Simpson” han imaginado las consecuencias como peces de tres ojos: ¿es esa una posibilidad?
Para el físico nuclear peruano Modesto Montoya, se trata, en efecto, del mal menor. No se equivoca: la tecnología no ha avanzado lo suficiente como para dar una solución menos problemática. Si ya es difícil limpiar y desmantelar los escombros de la planta nuclear por sus altísimos niveles de radiación, deshacerse del agua es una vesania.
EL RIESGO MAYOR
“Si lo que se busca es repoblar la zona, los desechos radioactivos tienen que salir. Pero esas sustancias son dañinas para el mar y la vida que habita allí. Dependiendo de la cantidad, contaminará más o menos el mar cercano a Fukushima”.
Montoya explica que es probable que el agua se termine filtrando y que, termine llegando a las tuberías de agua potable y llegue a los caños de las personas.
“Las sustancias radioactivas producen daño, tal vez cáncer. Entonces, lo que el gobierno parece estar haciendo es elegir el mal menor; es decir, al lanzarla se espera que se disperse por el mar, que no sea tan concentrada. En todo caso, están sacrificando a los peces… No habría que comer nada de ese mar, por supuesto”.
Con eso en mente, el especialista anota que hay dos tipos de radiación: la natural y la concentrada. La primera se encuentra en la naturaleza y es la razón por la que mutamos y dejamos de ser monos para convertirnos en humanos.
“Las concentradas, como los desechos de un reactor, aceleran el proceso. En todo caso, si la radiación afecta a células germinales, los hijos saldrán diferentes a sus padres. Después, si ese hijo puede reproducirse, aparecerá una nueva variedad de seres humanos. Y, si esa variedad es más atractiva, va a tener más hijos y así es como se forman las etnias y variedades”.
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