Han pasado 20 años desde aquel 11 de septiembre del 2001, cuando todos vimos perplejos cómo se desplomaban las Torres Gemelas en el World Trade Center, el símbolo del desarrollo capitalista en la ciudad más progresista y diversa del planeta, y se estrellaban aviones contra el Pentágono y en Pensilvania. Con el transcurrir del tiempo hemos sido testigos de cómo el mundo cambió a partir de ese día: desde las rutinas en los aeropuertos hasta el devenir de guerras sangrientas.
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Aunque Estados Unidos sigue siendo la primera potencia, ya no es el comandante en jefe del planeta pues hay otros actores -con China en primer lugar- que pugnan por jalarle la alfombra.
Solo basta con revisar lo ocurrido en el último mes. En un giro irónico del destino, el presidente Joe Biden puso como fecha final el 31 de agosto para la salida de las tropas estadounidenses de Afganistán, país que invadieron en venganza por lo ocurrido el 11 de setiembre pues alojaba en sus montañas a Osama Bin Laden, el líder de Al Qaeda. El objetivo era llegar a la fecha de los homenajes habiéndole puesto punto final a una larga guerra que no trajo ni democracia ni acabó con el terrorismo.
En el plan no estaba que la salida de los militares se convirtiera, en realidad, en una huida desesperada y contra el reloj ante el regreso relámpago de los talibanes, que han vuelto a gobernar Afganistán. Estados Unidos, que fue herido hace 20 años en su propio territorio, salió de su más extensa y emblemática invasión con la cabeza agachada.
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La invulnerabilidad americana
Joseph Nye, el reconocido politólogo estadounidense que acuñó el término ‘soft power’ y que fue asesor de Bill Clinton, escribió en el 2002, en el primer aniversario de los ataques del 11-S, que Estados Unidos se había vuelto complaciente y arrogantes en los años 90 tras la caída de la Unión Soviética: “Ningún país podía igualarnos. Nos creíamos no solo invencibles, sino invulnerables. Pero todo eso cambió con el 11 de setiembre”.
Ese sentido de invulnerabilidad fue el que quiso retomar George W. Bush tras los atentados al declarar de inmediato su “guerra contra el terror” y definir el “eje del mal”, marcando la cancha como en una de las tantas películas de Hollywood: o están con nosotros o están contra nosotros.
“El primer avión fue un accidente, el segundo avión era un acto terrorista, pero el tercer avión ya fue una declaración de guerra”, ha dicho el exmandatario en un reciente documental recordando su reacción aquella mañana de los ataques, que lo sorprendió mientras visitaba una escuela primaria en Florida.
“El objetivo de Bin Laden, según los servicios de inteligencia, era mostrar la debilidad de Estados Unidos con un ataque que nos tocó de sorpresa. Sin embargo, no esperó la respuesta tan militarizada que vino. Pero en otro sentido, los ataques sí tuvieron éxito en debilitarnos internamente, pues se impusieron leyes de mayor control, se alimentaron luego movimientos nacionalistas y nos llevó a guerras muy sangrientas”, explica a El Comercio la politóloga Susan Stokes, directora del Centro de la Democracia de la Universidad de Chicago.
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El error de concepto fue visualizar al enemigo como una entidad tangible. El terrorismo, y más aún el terrorismo islamista, no se escondía solamente en las cuevas de Afganistán y estaba personificado en Bin Laden. Se replegó, mutó y se expandió. Ahora, 20 años después, Al Qaeda ha sido superado por el Estado Islámico, la red Haqqani y otras organizaciones afincadas en Yemen, África y el Asia central.
Y no solo eso. Como ya lo comprobó amargamente Europa, el enemigo puede estar en casa y cometer atentados en nombre de la ‘yihad’ simplemente radicalizándose por Internet. Son los ‘lobos solitarios’ que no han dudado en conducir autobuses contra personas en la calle, acuchillar en la vía pública o disparar a mansalva.
“El concepto de la ‘guerra contra el terrorismo’ ha fracasado. No se puede combatir a un grupo terrorista como a un ejército nacional”, explica a El Comercio Mohamed Badine El Yattioui, profesor de Relaciones Internacionales en la Universidad Americana de los Emiratos, en Dubái.
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El comandante global
Aunque las consecuencias inmediatas del 11-S fueron la invasión a Afganistán, que tuvo el beneplácito de casi todo el mundo, luego vendría un refuerzo de las leyes de control, seguridad e inmigración para tratar de resarcir las fallas de los servicios de inteligencia estadounidenses que, aunque tenían en el radar un potencial ataque de Al Qaeda, jamás pensaron la magnitud de lo que planeaban.
Al mismo tiempo, se abría el centro de detención de Guantánamo y en todo el mundo aparecían prisiones clandestinas controladas por la CIA para torturar a sospechosos terroristas.
Entonces, vino el año 2003, con una invasión a Iraq desacreditada y basada en hechos que luego se comprobaron falsos: encontrar armas de destrucción masiva.
“En vez de consolidar la victoria en Afganistán, decidimos invadir Iraq”, apunta el profesor de Historia de la Universidad DePaul, Thomas Mockaitis, a la cadena WTTW.
“La sobrerreacción produjo más terroristas en vez de detenerlos. En el 2002, había algunos pocos cientos de islamistas en el norte de Iraq. Después de la invasión estadounidense con un ejército aplastante en marzo del 2003, el número de terroristas creció a 5 mil en el 2004 y luego a 20 mil en el 2006. Peor aún, nuestra masiva ocupación condujo a la creación de Al Qaeda en Iraq que derivó en el Estado Islámico”, comenta el profesor de Ciencias Políticas de la Universidad de Chicago, Robert Pape.
El objetivo original de Bush y los halcones que lo acompañaban entonces en el gobierno -liderados por Donald Rumsfeld y Dick Cheney- era mostrarse más fuertes tras el 11-S demostrando ante el mundo su hegemonía, pero lo que produjo fue una vorágine de venganzas y abrió más la grieta entre dos visiones del mundo: Occidente versus el islam, en cuyo saco caían tanto yihadistas como cualquier musulmán o que aparentara serlo. “Lo triste y casi tragicómico es que hubo ataques en el país a gente no musulmana, como los sikhs, que no son ni musulmanes ni árabes, y solo porque llevaban turbantes. Eso representa la mezcla de violencia e ignorancia, que es muy americana”, señala a este Diario la politóloga Susan Stokes.
“El mundo se dio cuenta que EE.UU. podía ser atacado en su propio territorio por una organización terrorista. Eso fue un shock en el 2001. Pero la percepción hacia el país también cambió con la guerra en Iraq. La razón fue el peso de los neoconservadores y la certidumbre que tenían de poder cambiar el Medio Oriente hacia una región democrática con intervenciones militares. Todo eso dio una imagen negativa de EE.UU.”, prosigue El Yattioui.
“En las semanas y meses después de los ataques hubo un gran apoyo y solidaridad del mundo hacia Estados Unidos, pero después malgastamos ese apoyo al ir más allá con una actitud muy militarista y arrogante de comandar el mundo”, considera Stokes.
En tanto, mientras Estados Unidos estaba inmerso en campañas militares, China reforzaba su avezado desarrollo económico convirtiéndose en la fábrica del mundo y posicionándose, poco a poco, como un actor fundamental en África y América Latina.
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Violencia local
Pese al choque que significó ver un ataque contra Estados Unidos de esas dimensiones, un atentado de la misma magnitud no ha vuelto a ocurrir gracias al trabajo del Departamento de Seguridad Nacional, creado justamente luego del 11-S.
Sin embargo, en contraposición, la cultura de violencia dentro del país se ha acrecentado, no solo con la exacerbación del nacionalismo, sino de la xenofobia y el racismo que se ha manifestado trágicamente en los continuos tiroteos masivos perpetrados en los últimos años, bajo el paraguas de la libertad en el uso de armas, y que ha provocado 750 muertes en centros comerciales, cines o escuelas desde el 2001.
“Después de los ataques se vieron las semillas de actitudes más nacionalistas patrióticas, con un aumento de la polarización política entre liberales y conservadores. Nos empujó hacia un camino con una cultura con mucha violencia. Lo que pudo haber sido un momento de mayor unión y de sobrellevar divisiones adentro de Estados Unidos y en el mundo, se ha perdido”, finaliza Stokes.
El propio George W. Bush reconoció el sábado que ese sentido de unidad y solidaridad que capturó a los estadounidenses hace veinte años simplemente se ha ido: “En las semanas y meses que siguieron a los atentados del 11 de setiembre, estaba orgulloso de dirigir a un pueblo impresionante, resistente y unido. Si hablamos de la unidad de América, estos días parecen lejanos”. Y es probable que continúen así.
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