La ciudad natal de la leyenda del boxeo Muhammad Ali se ha convertido estos días en el epicentro de un clamor contra la brutalidad policial y el racismo por la muerte de Breonna Taylor: “Nos tratan como animales. Estamos enfadados y cansados” es algo que se repite entre los manifestantes que no tienen esperanzas de un cambio inminente en las instituciones.
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En el fondo de la ira de las personas afrodescendientes de Louisville, que se desbordó el miércoles tras un informe de la Fiscalía que no imputa a nadie por la muerte de Taylor, se encuentran décadas de desigualdad, ambiciones políticas y un sistema de justicia y policial que no pone el mismo celo en la letra de la ley cuando se trata de negros.
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“Está claro que nos ven como animales y delincuentes. El miércoles me quedó claro por qué no tengo fe en el sistema legal, en la policía o en la ley: porque no está hecha para proteger a los negros”, aseguró este viernes Tamika Palmer, madre de Breonna Taylor, fallecida en marzo en una redada antidrogas de tres agentes vestidos de civil, que no se anunciaron y que no encontraron ni dinero ni drogas en el apartamento.
“Los negros hemos despertado. No aguantamos más y no pararemos hasta conseguir compensaciones por años de esclavitud. Si se acercan a nosotros con odio, nosotros les responderemos con odio”, explicaba Keisha Philips durante las protestas, que han obligado a declarar un toque de queda nocturno y que mantienen el centro de la ciudad clausurado y tomado por policía y blindados de la guardia nacional.
La ciudad que idolatra a Muhammad Ali
Según cuenta la leyenda, en el fondo del río Ohio a su paso por Louisville (Kentucky) descansa la medalla de oro que Muhammad Ali ganó en los Juegos Olímpicos de Roma de 1960. El entonces adolescente, nacido en el segregado West End de la ciudad, la lanzó al agua después de ser expulsado de un restaurante que no admitía a negros.
Los jóvenes negros de Louisville han tomado el relevo al tono desafiante del gigante pugilístico: “Que no se esperen que vamos a respetar el toque de queda. Hasta que esos policías (implicados en la muerte de Taylor) no sean despedidos, esta calles van a estar calientes”, aseguró el viernes la activista Tamika Mallory.
Hoy Louisville ha dedicado una avenida al “Más Grande”, pero la división entre el oeste negro y el este blanco se mantiene, y es en ese barrio segregado y depauperado donde los policías Jonathan Mattingly, Myles Cosgrove y Brett Hankinson irrumpieron sin avisar, de paisano y de madrugada en casa de Taylor, una técnica que se debería reservar para casos de delincuentes de alto riesgo.
El fiscal general del estado, el afroamericano Daniel Cameron, una estrella en alza en el Partido Republicano al que Trump ha halagado varias veces, consideró tras las pesquisas de un jurado investigador que el hecho de que el novio de Taylor, Kenneth Walker, disparara un solo tiro con su arma registrada en respuesta a lo que creyó un asalto, justifica los más de 30 disparos que realizaron los agentes, seis de los cuales impactaron contra la joven de 26 años.
“Da la sensación de que hay dos sistemas de justicia en Estados Unidos: uno para los negros y otro para los blancos (...) El fiscal general dice que la acción de la policía fue legal, pero eso no la convierte en correcta. La esclavitud era legal, pero eso no la convertía en correcta. La segregación era legal, pero eso no la convirtió en lo correcto”, critica Ben Crump, abogado de la familia de Taylor.
En la polarizada Kentucky también parece haber dos sistemas políticos: uno que hace que Cameron, que dijo este miércoles que no cree en la “justicia de la multitud” (un guiño a la dialéctica del presidente Donald Trump) suene como futuro senador o incluso juez del Tribunal Supremo, y otro en el que la única legisladora negra en el Congreso estatal, Attica Scott, fuera esposada y detenida por protestar el jueves.
“Daniel Cameron es un negro vendido, igual que aquellos que ayudaron a los esclavistas a vender a los nuestros”, critica Mallory junto a Scott nada más ser puesta en libertad.
Los activistas se organizan
Durante las horas del toque de quedada de estos últimos días, los manifestantes decidieron tomar refugio en la iglesia unitaria Thomas Jefferson, vigilados de cerca por decenas de policías antidisturbios, varios drones y un helicóptero.
Mientras el hermano Tim, con hábito de monje, habla con alguno de los manifestantes para recordarles el valor de la protesta pacífica, el estacionamiento de la congregación se ha convertido en el centro de operaciones de una docena de jóvenes armados que se coordinan por radio y mantienen dos furgonetas de avituallamiento y material de primeros auxilios.
Uno de ellos llama a “Pantera Negra” para que finalice una nueva ronda de vigilancia mientras otea con binoculares la línea policial. El grupo cuenta con fusiles de asalto, gafas de visión nocturna y mantiene una disciplina y concentración militar
.Algunos opinan que la presencia de las armas está justificada ante la posibilidad del acoso o un ataque por parte de milicias de supremacistas blancos, que también transitan por la ciudad, pero se han mantenido al margen de provocaciones.
No obstante, tras meses de protestas raciales en todo el país, con una nación cada vez más polarizada y unas elecciones que ponen el riesgo el equilibrio institucional a la vuelta de la esquina, el miedo es que un error de cálculo desate una enfrentamiento racial sin precedentes.
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