Cuando en un país, una minoría o un grupo étnico, un joven tiene más posibilidades de ir a la cárcel o presentarse ante un tribunal, que de estudiar en una universidad o encontrar un buen empleo, como sucede –según el propio Obama– en Estados Unidos, algo muy grave está sucediendo.
Hay que reconocer que EE.UU. ha hecho grandes esfuerzos de integración racial desde aquellos años 50 en los que Rosa Parks se convertiría en ícono de la lucha antisegregación –al negarse a cederle el asiento a un blanco como señalaba la ley–, hasta el 2008 en el que un afroamericano se convertiría en el inquilino de la Casa Blanca.
Evidentemente, la fractura racial persiste y en muchos casos el racismo y la segregación avanzan de manera silenciosa, hasta que salta a los titulares un caso como el de Ferguson, en el que un joven negro, Michael Brown, de 18 años y sin historia delictiva, es abatido de seis balazos por la policía.
La historia de Ferguson, una pequeña comuna de 22 mil habitantes, suburbio de San Luis, Misuri, refleja cómo los viejos demonios de la segregación despiertan en el país. Hace 20 años las tres cuartas partes de su población pertenecía a la clase media blanca. Hoy, es un suburbio pobre en el que las dos terceras partes de sus habitantes son negros. Sin embargo, el alcalde es blanco, el concejo municipal solo tiene un afroamericano en sus listas y 5 de sus 53 policías son negros.
La pobreza no ha hecho sino aumentar el recelo con el que se contemplan ambas comunidades. Cuando los negros se instalan en los suburbios al norte de San Luis para encontrar mejores escuelas públicas y mayor seguridad, los blancos huyen, baja el precio de los inmuebles y las municipalidades reciben menos impuestos.
Y cuando creíamos que con Rosa Parks terminó definitivamente el problema de la segregación en el transporte, nos topamos con formas más sofisticadas de racismo: algunas municipalidades se niegan a empalmar sus medios de transporte con los de comunas como Ferguson, de mayoría negra.