Tras los resultados del Supermartes del 3 de marzo, el exalcalde de Nueva York Michael Bloomberg anunció que daba por terminada su intención de competir por la nominación demócrata de cara a las elecciones presidenciales de Estados Unidos. Junto a él, se fueron al agua más de US$550 millones que invirtió desde que anunció su campaña, en noviembre del 2019.
La escandalosa cifra hizo que se considerara la apuesta más ambiciosa en la historia política estadounidense, tomando en cuenta el monto gastado y el tiempo en el que lo hizo. Sin embargo, la multimillonaria campaña de Bloomberg es solo el reflejo de unos comicios que desde la llegada de Abraham Lincoln hasta la de Donald Trump se volvieron 250 veces más caros.
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Si bien la alza de precios electorales -incluyendo los ajustes propios de la inflación anual- se ha mantenido al alza desde sus inicios, el 2008 fue un punto de quiebre que amplió aún más la brecha y limitó la llegada al poder a las billeteras multimillonarias.
De esta forma, mientras que en 1992 las campañas de George H. W. Bush, Bill Clinton y Ross Perot sumó unos US$192,2 millones (US$300 millones al cambio actual), para el 2004 solo George W. Bush gastó US$345 millones en su campaña de reelección.
Cuatro años más tarde, Barack Obama gastó US$730 millones, mientras que su rival republicano John McCain usó otros US$333 millones.
La tendencia se mantuvo hasta el 2012, cuando los ajustes por la inflación mostraron por primera vez en la historia dos procesos electorales con precios menores a los anteriores. Ahora, en el 2020, se prevé que el precio total de las campañas será el más alto de toda la historia.
Si ampliamos un poco más la estadística y consideramos lo gastado en cada ciclo electoral del proceso con miras a la presidencia podremos observar, según datos de la organización Open Secrets, que en la campaña del 2008 se gastaron US$3,2 miles de millones, en el 2012 US$2,9 miles de millones y en el 2016 US$2,5 miles de millones.
Hasta hace poco, además, el que más gastaba en campaña terminaba ganando la presidencia. Un patrón que se rompió en el 2016, con la victoria de Donald Trump.
Para la carrera entre Hillary Clinton y el multimillonario se registró un gasto combinado de US$1,16 mil millones: US$768 millones desde la campaña de la exsecretaria de Estado y US$450 millones de parte de la tienda trumpista.
En las urnas se impuso el millonario neoyorquino, quien contribuyó US$66 millones de su fortuna personal a la campaña, ante los US$1,4 millones invertidos desde los fondos personales de Clinton.
Ambas cifras -por estratosféricas que suenen- quedan muy por debajo de los US$550 millones invertidos por Bloomberg, cada billete proveniente de su fortuna personal estimada en US$60 mil millones.
¿De dónde viene el dinero?
Para conseguir cifras tan elevadas, las campañas reciben flujos de dinero desde diferentes orígenes, algunos más cuestionados de otros.
En 1971 se creó el Fondo de Campañas para las Elecciones Presidenciales, al que los estadounidenses pueden aportar US$3 con cada declaración de renta. Este dinero está destinado -como su nombre claramente indica- a financiar las campañas de ambos partidos.
Desde 1976, cuando ganó Jimmy Carter, hasta el 2008, con la victoria de Barack Obama, todos los candidatos habían hecho uso del financiamiento público. El primer presidente afroamericano renunció a recibirlo por estar en medio de una crisis financiera y su rival republicano, Mitt Romney, tomó la misma decisión.
En la década de 1940 se creó el primer Comité de Acción Política (PAC), grupos dedicados a recaudar donaciones de particulares, sindicatos y empresas destinadas a apoyar directa o indirectamente a sus candidatos.
Hay dos tipos de PAC, los de fondos separados que no pueden aportar dinero directamente a las campañas, por lo que usan sus fondos en promover la imagen de su candidato; y los de liderazgo, que pueden apoyar directamente a la campaña de su candidato.
Además, desde el 2010 existen los Super PAC, apoyados en una ley que permite la financiación sin límite de las campañas electorales. Estos grupos tienen un régimen bastante similar al de los PAC de fondos separados, por lo que en lugar de aportar directamente en su candidato invierten millonadas en anuncios negativos contra su rival de la bancada opositora.
Finalmente, cada partido político se encarga de gestionar su propio financiamiento. Para ello, reciben contribuciones directas destinadas a los candidatos y contribuciones ‘suaves’ destinadas a financiar los comités estatales y locales.
¿Por qué cuesta tanto ser candidato?
Hay tres factores a tomar en cuenta en los comicios estadounidenses: tiempo, tamaño geográfico y la cantidad de gente.
Con entre año y medio y dos años de campaña, los candidatos están obligados a ensanchar sus arcas para mantenerse vigentes entre los votantes y los medios de comunicación.
Es entonces cuando el factor geográfico entra en juego, con 50 estados por recorrer, los gastos logísticos que incluyen viajes, estadía, seguridad y viáticos del candidato y todo su equipo de campaña comienza a encarecer la campaña.
En cuanto a los equipos de campaña, los números varían dramáticamente de uno a otro, dependiendo la presencia que puedan tener sus bases en diferentes condados, ciudades o estados.
Solo como referencia, Bernie Sanders tenía registrados a 1.000 trabajadores en su campaña para enero de este año, según la Comisión Federal Electoral, mientras que Elizabeth Warren había gastado US$8,7 millones solo en pagos a su personal e impuestos por planilla entre abril del 2019 y el mes pasado.
Pero no hay punto de comparación, en cuanto a gastos, con lo que los candidatos pueden invertir en publicidad. En el caso de Bloomberg, por ejemplo, solo enero había gastado US$128 millones de dólares en avisos de televisión.
En la siguiente gráfica puede ver de forma más detallada los gastos realizados en publicidad por los precandidatos demócratas hasta febrero de este año:
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