Los hermanos Santaella estaban orgullosos de su casa en Los Campitos: era una villa lustrosa de tres alturas y una hectárea de jardines y frutales alrededor, que sus padres levantaron como tantas otras en la isla española de La Palma, casi cuarto por cuarto, planta por planta, a lo largo de 40 años de esfuerzo.
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Los que aún residen en la isla acuden a diario a verla desde la carretera LP-2, a emocionarse con el milagro de que siga en pie después de dos semanas de asedio de una colada que parece que no se mueve, pero que hace cinco días que ya abraza el edificio por tres de sus cuatro costados y comienza a quebrar sus muros. Aunque la casa aparenta resistir, se ven las grietas, tiene la batalla perdida ante las toneladas de basalto que la empujan por el flanco este.
“¡Aún resiste, la campeona, mamá!”. Francisco Santaella no quiere que sus padres pierdan la esperanza: son octogenarios los dos y se han mudado con otro hermano a la isla vecina de Tenerife, porque vivir en esas circunstancias en el pueblo de los Llanos de Aridane resultaba demasiado amargo para ellos. Pese a la lejanía, han visto cómo está el hogar de sus mejores años, ha salido en televisión, también en las fotos de EFE, así que Francisco procura no infundirles falsas esperanzas.
La lava del volcán de La Palma llega al mar y genera gases tóxicos | FOTOS
Se rompe el cono del volcán de La Palma y deja una colada enorme hacia el mar | FOTOS
Todo empezó el 19 de setiembre, a las 15.14 horas, cuando estalló el volcán unos cuantos kilómetros ladera arriba, en la zona de Cabeza de Vaca, en Cumbre Vieja. Francisco recuerda que habló por teléfono con sus hermanos, comentaron la tremenda fuerza de la naturaleza, pero, como otros muchos vecinos de Los Llanos, ni por asomo pensaron que les fuera afectar. Si había coladas, que las hubo y pronto, correrían rápidas hasta salir al mar. Eso creyeron escuchar.
Pero en esta erupción las coladas no descienden por el cauce de un barranco empinado, sino por un llano. Y, en lugar de avanzar, se han abierto como un abanico. La casa de los Santaella está ahora en el borde de un malpaís de tres kilómetros de ancho, que ha rellenado vaguadas de 50 metros de profundidad sin detenerse. Y sigue creciendo, alimentado sin descanso por las lenguas de lava del cono.
Decenas de familias perdieron su casa en el barrio de El Paraíso en las primeras horas de erupción. Otras viviendas de los alrededores quedaron sepultadas en cosa de dos días. En la primera semana, las coladas comenzaron a tragarse un pueblo entero, Todoque, del que ya no queda nada. Pero cientos de personas en el valle de Aridane han vivido, viven, una tortura a cámara lenta que dura ya cinco semanas. No es que teman perder su casa, saben que la van a perder; es el volcán el que marca el ritmo y es imprevisible.
Es el caso de la familia Santaella. “Esto es una tortura: algunas mañanas pienso ‘mira, que se la lleve ya’. Son muchos días vigilándola, viendo qué le pasa”, se sincera Francisco.
El hombre agradece desahogarse, confiesa que desea que la lava remate el derribo de una vez, pero, en realidad, alberga todavía la esperanza de que algo quede. “Quizás, si se para, los daños no sean irremediables. Es cosa de buscar un ingeniero...”, conjetura, porque, le pierden los recuerdos, como a sus padres: navidades, bautizos, alguna boda, los veranos en familia... todos allí.
“Nunca pensamos vernos así”, continúa. Sin embargo, la verdad es que llevan ya algo más de dos semanas “así”. O expresado de otra manera: han contado ya cuatro coladas desde que les ordenaron desalojar y han visto caer las viviendas de todos sus vecinos.
Francisco madruga cada día para acercase a ver la casa desde el cruce de la LP-2 con el camino de acceso a La Laguna. Como él hay muchos afectados en los arcenes de la carretera. Es fácil distinguirlos del resto que de personas que pueblan las orillas de la vía para contemplar el mar de basalto con esa actitud de quien lo mira en tercera persona, como con distancia. Entre los que tienen la casa ahí abajo, ninguno sonríe, pocas fotos, nadie está para selfis.
Cada vez que se marcha, Francisco piensa “mañana ya no está” y siente “alivio”. Sin embargo, amanece otro día y la colada y la casa siguen igual. “Es un sufrimiento. Por eso me digo: que caiga ya”.
La tarde en que recibieron la orden de evacuar fue otro drama, porque tuvieron muy poco tiempo para sacar sus enseres. Se pensaba que el avance de la colada iba a ser muy rápido, inmediato. Con la angustia, Francisco y sus hermanos llenaron a la carrera tres furgonetas con unos muebles de madera de tea, algunas cosas de su madre y los cuadros que pintó su abuela; recuerdos, casi todo.
Luego han tenido oportunidades de regresar para seguir vaciando la casa, aunque solo lo han hecho para desmontar la mejora más reciente que le habían añadido, unas placas fotovoltaicas. “Lo demás quedó todo ahí. Se te quitan las ganas de volver, la verdad”, asegura.
Las autoridades se esfuerzan estos días en pedir a los palmeros que no pierdan la esperanza, que piensen en que el volcán se apagará y la vida seguirá. Francisco es de los que piensan así, pero se para un segundo, mira a las 900 hectáreas de lava que se extienden ante sus ojos y suelta su pregunta: “¿Dónde ponemos después la casa? ¿dónde? Eso está por ver ahora mismo, es lo que le digo a mi madre”.
La mujer conserva la ilusión de que algo de salve, de reconstruir lo que se pueda, preferentemente en la misma zona, si se lo permiten. Mientras lo cuenta, de la vista de Francisco desaparece por un instante el imponente frente de lava que engulle su casa de Los Campitos y empiezan a dibujarse algunos planes. “La ilusión de mi madre sería esa, en lo que ella decida vamos a empujar todos”.
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