Hace 38 años la compañía Avianca vivía uno de las peores tragedias aéreas de su historia. El frío ya empezaba a invadir el continente europeo y en Madrid las bajas temperaturas se sentían con aún más fuerza en las afueras de la capital, donde se ubica el mítico aeropuerto de Barajas, cuyo tráfico pasa en gran porcentaje por las escalas que van y vienen de Latinoamérica a Europa.
En 1983, más específicamente un 27 de noviembre, un avión de la compañía colombiana cubría el tramo de Frankfurt hasta Bogotá, con pasos por París, Madrid y Caracas. Allí, viajaban en su mayoría pasajeros colombianos, aunque también se distinguían españoles, italianos, franceses y suecos.
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Como todo trayecto que tiene escala en diferentes ciudades, la idea del vuelo AV-011, tal como era su nomenclatura, era terminar de recoger a todos los viajantes en Madrid para dirigirse así a Latinoamérica. De hecho, allí había escritores y académicos que iban a Colombia para participar de un homenaje a la generación literaria española del 27.
El día anterior a la tragedia, el vuelo de Avianca había cancelado el viaje de Frankfurt a París y quienes tenían previsto subirse a ese avión lo hicieron en cambio en una nave de Lufthansa. Esta modificación generó un retraso de 1 hora y 20 minutos en el despegue del aparato de la aerolínea colombiana desde el aeropuerto Charles De Gaulle hacia Madrid.
El tramo fatal
Era la madrugada de un domingo y el avión proveniente de la capital francesa ya sobrevolaba territorio madrileño. Todo transcurría con total normalidad, hasta que un error de los pilotos, develado después por la caja negra, terminó generando el trágico impacto del vuelo 011 en el suelo y con él la muerte de 181 personas.
El reloj marcaba la 1:06 del 27 de noviembre, cuando en Mejorada del Campo, una localidad ubicada al este del área metropolitana de Madrid, se escuchó un fuerte estruendo, que representaba ni más ni menos que el impacto de la aeronave con la tierra.
De acuerdo con informes posteriores, todo se produjo por una cadena de errores, que se inició en una negligencia del copiloto, que no le marcó correctamente la altura de aproximación al comandante, en un momento en que ya se encontraban descendiendo para encarar hacia la pista.
Barajas estaba apenas a 10,5 kilómetros de distancia del lugar donde cayó el avión. Antes de terminar desplomado en partes en el suelo, la nave de Avianca chocó contra dos colinas porque el piloto volaba por debajo de la altitud mínima de interceptación y bajó el tren de aterrizaje antes de tiempo.
La versión oficial apuntaba al piloto, Tulio Fernández Mora, con las siguientes palabras: “La causa del accidente fue que el comandante, sin tener conocimiento preciso de su posición, se dirigió a interceptar el ILS (Instrumental Landing System o haz de señales electrónicas que marcan el camino que deben seguir los aviones para aterrizar) con una trayectoria incorrecta, sin iniciar la maniobra de aproximación instrumental publicada, descendiendo por debajo de todos los márgenes de seguridad del área, hasta colisionar con el terreno”.
El comandante volaba casi 300 metros por debajo de lo debido e ignoró la alerta que los sistemas del avión le propiciaban. “Terrain, terrain, pull up!”, decían, lo que en castellano significa: “¡Terreno, terreno, suba!”.
Escena del horror
Esa noche, Mejorada del Campo se convirtió en la escena del horror, donde en medio del frío y de la oscuridad se intentaba rescatar y reconocer a las víctimas del accidente. Afortunadamente, 11 personas lograron sobrevivir por el desprendimiento del fuselaje de la parte delantera izquierda de la aeronave y por la apertura de una de las salidas de emergencia.
Según una crónica de El País, grúas de 50 toneladas intentaron desplazar el fuselaje para rescatar a las víctimas que todavía se encontraban en el interior pero, cuando se trató de elevar, éste se resquebrajó. Era tal el tumulto que había generado la tragedia -que se convirtió en la segunda peor catástrofe aérea de la historia de Madrid- que hasta las tareas de rescate se complicaban.
“Una mezcla horrible de olor a gasolina y carne quemada, sin más luz que los faros de los Land Rover de la Guardia Civil, que solo tenía para identificar los cuerpos unos banderines de Coca-Cola con el eslogan La chispa de la vida”, recordó más tarde el fotógrafo de prensa David Aguilar, quien apenas se enteró del acontecimiento, se subió a un taxi y se dirigió al lugar de los hechos con su cámara.
En ese vuelo de Avianca que se dirigía a Colombia viajaban importantes personalidades de la cultura hispanoamericana. Entre ellos, estaban los autores Marta Traba, de Argentina, Jorge Ibargüengoitia, de México, Manuel Scorza, de Perú, Ángel Rama, de Uruguay, y la pianista catalana Rosa Sabater.
Lo más curioso es que algunos de ellos llevaban consigo sus obras inéditas. Ibargüengoitia, por ejemplo, no había dejado en tierra copia alguna de su último libro y éste se quemó con él. Scorza también viajaba con sus escritos, pero sí se le había ocurrido tener otro borrador en su casa por las dudas.
La autora argentina tuvo la fortuna de poder estrenar su última novela En cualquier lugar antes de lo que el periódico El País calificó como “El vuelo maldito de los escritores”. Allí, habla de un exiliado que, en el final del libro, se sube a un avión para volver a Latinoamérica y en su párrafo de cierre dice: “El avión se movía y doblaba. Comenzaba un gran ruido atronador (…). Luis echó la cabeza hacia atrás, cerró los ojos y dejó que corrieran las lágrimas, hasta que el dolor fue pasando y se adormeció”.
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