Un tumulto de gente rodea a Marine Le Pen en su gira por el sur de Francia. A su encuentro salen dos mujeres, humildes y mayores. No quieren moverse. Defienden sus velos alzadas de brazos: que son francesas, que sus padres sangraron por Francia, que practican la religión de Mahoma, señora, tenemos derecho a esto. El velo no mata. Le Pen vacila, se queda sin palabras.
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Al otro extremo del país, Emmanuel Macron pretende derribar el rótulo con que lo han catalogado sus opositores: candidato de los ricos, el hombre de la banca y la mundialización imparable. Ha salido, por lo tanto, de París. Pero su estrategia lo expone a todo tipo de desplantes. Primero, un profesor que le reclama airado por las condiciones en que se encuentra el magisterio; y, después, un trabajador de la salud que habla por sus compañeros despedidos, señor Presidente, los hospitales no dan más, la gente muere sin camas.
La tensión campea a lo largo y ancho del país. Y es que los resultados de la elección han sido reveladores: más del 50% de los electores pareciera compartir un desencanto histórico con los partidos tradicionales (Los Republicanos, a la derecha; y el Partido Socialista, a la izquierda). Uno de cada dos votantes optó por los caudillos que prometieron cambiarlo todo (como el izquierdista Jean-Luc Melenchon, o los derechistas Eric Zemmour y Marine Le Pen). ¿Cuáles son las lecciones que nos deja este momento? La principal de todas es, quizás, la más desalentadora: un país como Francia, que protegió desde siempre a sus minorías, y que se mostró, además, abierto a una migración difícilmente asimilable, no ha podido contener las fuerzas del nacionalismo, voces que reclaman una vía distinta, lejos de la globalización y el mercado. Y esto, valgan verdades, no quita lo otro: la preferencia de los electores por quienes lo ofrecen todo gratis, los candidatos como Melenchon quien, a pesar del duro golpe –humanitario y económico– que ha supuesto la crisis del COVID-19, pareciera exigir cuotas todavía mayores de subsidios, refugiados y migrantes. ¿Si la economía lo permite? ¿Si es seguro, inclusive? Plantear estas interrogantes resulta impopular: quienes las plantean pueden ser tildados de fascistas.
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Un fenómeno similar se extiende peligrosamente por el mundo. Los países más dispares han visto crecer hasta límites insospechados los niveles de polarización política. En Washington, en Madrid, en París o incluso en Lima o Bogotá, los extremos solo parecen alejarse, mientras que el centro sufre por valores que a nadie convocan. ¿Pues qué valen la moderación, la sensatez y la prudencia, si es popular el odio, el desquite y la revancha?
Francia constituye un ejemplo peligroso de este desvarío. Hace no mucho, generales retirados publicaron una tribuna en la que anunciaban el desmoronamiento del país: la “islamización” de la sociedad, en palabras de estos caballeros, legitimaba un golpe de Estado militar. ¿Ejemplo exclusivo de Francia? No pareciera. La extrema derecha ha florecido en otros ejércitos europeos, acaso como reacción al influjo de refugiados llegados del Medio Oriente. Las denuncias contra los regimientos alemanes desplegados por Angela Merkel en Lituania (2021) son otro ejemplo. Los soldados entrenaban en bosques, preparados y entusiastas, con una particularidad: cantaban a todo pulmón himnos del Reich de Adolfo Hitler.
Aunque es verdad que Francia, por su herencia colonial, pareciera tener un elemento distinto. Musulmanes del norte de África combatieron palmo a palmo al nazismo en la Segunda Guerra Mundial, y son tan franceses como cualquiera. Lo que no quita que, entre sus descendientes, o quizás entre los refugiados que llegaron después, hayan existido elementos perniciosos que optaron por la radicalización. ¿El resultado? Muchas vidas perdidas. Por mencionar solo una: la de Samuel Paty (2020). Un docente de escuela que fue decapitado por haber mostrado, como uno de muchos ejemplos, y en una clase en que desarrolló el concepto del laicismo del Estado, caricaturas de Mahoma.
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Estas contradicciones que presenta la sociedad francesa son, por otro lado, un elemento de primer orden en la consideración de los rivales geopolíticos de París. Y esa es una lectura que no puede dejarse de lado: la elección entre Macron y Le Pen es seguida de cerca, además de por Washington y Beijing, por Kiev y Moscú. Francia es la principal potencia militar de la Unión Europea, y el único de sus miembros que cuenta con armamento nuclear. Una eventual victoria de Le Pen, por lo tanto, resultaría lapidaria para las ambiciones de Zelenski y, más aún, para los objetivos de la OTAN y la UE en el este de Ucrania. Las declaraciones de la candidata no dejan lugar a dudas: de ganar la elección, renunciará al comando conjunto de la OTAN, y pausará indefinidamente la cooperación –a nivel de investigación militar– con Alemania, el otrora socio del pasado. Un panorama estimulante si tomamos en consideración los intereses del Kremlin. ¿Se impondrá esta revolución que, a todo nivel, promete Le Pen? Los electores tienen la palabra.
(*)Rodrigo Murillo Bianchi es historiador, novelista y analista de política internacional
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