Entre los deseos de un líder político y la realidad acostumbra a haber un buen trecho, pero cuando se trata de una guerra, la distancia puede ser abismal. Volodymyr Zelensky, presidente de Ucrania, confirmó el 23 de julio que ya estaba en marcha la campaña para recuperar los territorios del sur del país invadidos por Rusia. Zelensky se refería a la esperada contraofensiva sobre la ciudad de Kherson, en el litoral del mar Negro, que cayó en manos rusas al inicio de la invasión y supone la peor derrota estratégica ucrania en esta guerra. Sin embargo, las unidades militares entrevistadas por EL PAÍS en el frente avisan de que este objetivo está lejos de ser posible sin multiplicar antes el suministro de armamento y el número de soldados cualificados.
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El polvo se cuela por cada poro de piel de los hombres de la 17 Brigada Blindada ucrania, en el frente entre las regiones de Dnipró y Kherson. Incluso cuando se suenan la nariz queda negro el trozo de papel que utilizan. Vladislav Tuzuritza, a quien sus camaradas llaman El Georgiano, es artillero de un “Rapira”, un cañón antitanque soviético de 100 milímetros. De día yace en un colchón bajo los árboles; de noche, cuando el invasor revienta sus posiciones con artillería, duerme en la trinchera. Viven junto al cañón, abastecidos con montones de botellas de agua, sacos de cebollas, de patatas y bidones con detergente para lavar la ropa. Hace demasiadas semanas que no pueden acercarse a las líneas rusas, afirma. Lo normal es que ucranios y rusos estén a tres o cuatro kilómetros de distancia. En este sector del frente, cerca de la aldea de Kochubeivka, les separan 12 kilómetros. Ni siquiera pueden disparar por miedo a ser identificados por los drones rusos. “Mi principal problema son los drones”, confirma Tuzuritza.
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El Georgiano se refiere a las naves no tripuladas que facilitan a los artilleros la posición corregida de su objetivo. “En las últimas dos semanas hemos abatido dos drones rusos en este punto del frente. Antes derribábamos seis drones al día”. Quien aporta este ejemplo es Andrei Lahouvka, teniente de la brigada. Enclenque y pequeño de estatura, contrasta con el porte aguerrido y curtido de sus subalternos. “No se deje confundir”, asegura Tuzuritza, “estuvimos dos semanas intentando liquidar a un francotirador ruso. ¿Y sabe quién dio con él? El teniente”.
Lahouvka, como la mayoría de los militares entrevistados, dibuja un panorama sombrío: “Nos estamos quedando sin munición y los rusos lo saben, y ahora se mueven con mayor confianza”; “necesitamos vehículos más potentes para trasladar nuestros cañones, los que tenemos son lentos y son un objetivo fácil”; “para lanzar una ofensiva necesitamos mucho más fuego de artillería, más multilanzadoras de misiles y baterías antiaéreas, solo así podrá avanzar la infantería”.
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Unos 40 kilómetros al este, siguiendo lo que se denomina “la línea cero del frente”, la contraofensiva sí ha empezado. “En un mes hemos liberado 11 pueblos”, asegura Serhii Shatalov, coronel del 98 Batallón Táctico de Infantería. Este joven de 29 años, con 12 de experiencia militar en su haber, tiene una personalidad que le convierte en un líder nato y respetado por sus 600 soldados. En un perfecto inglés, aprendido en una academia militar de Estados Unidos, Shatalov también quiere transmitir el mensaje de que sin más armas y más tropas bien entrenadas, la contraofensiva se quedará en promesa: “Si quieren que avancemos, necesitamos más tanques, porque los rusos tienen muchos más tanques, y también necesitamos más material médico, porque las bajas de infantería serán elevadas”.
El 98 Batallón Táctico cambia de cuartel periódicamente. “Nadie sabe dónde duermo, ya me han intentado matar dos veces”, dice Shatalov con una sonrisa. Su puesto de mando la semana pasada era un antiguo centro de vacaciones soviético para los empleados de una industria local. Al único a quien le está permitido desobedecer las órdenes del coronel es a su perro, un cachorro de bulldog francés que corretea por el lugar, mordiendo los zapatos y los pantalones de los militares. Al sargento mayor Serhii Taranenko, el cachorro se le sube encima y le muerde la funda de la pistola. Taranenko lo acaricia mientras detalla algunos de los cambios que ha detectado en el enemigo: “Pese a la superioridad en armas, tienen miedo del combate a corta distancia, no tienen motivación”.
Esta es una ventaja que les ha permitido ir accediendo a villorrios hasta hace poco ocupados, dice Taranenko. Otro factor a favor es la red de vecinos en los territorios ocupados que les informan de los movimientos rusos. Durante el recorrido por la línea cero con oficiales del Alto Mando del Ejército para la región Sur, una de las personas de la comitiva explica a EL PAÍS que está en permanente contacto por teléfono con agricultores al otro lado de las líneas enemigas para avisar al instante del despegue de drones de observación rusos. En el horizonte, a escasos tres kilómetros, caen uno tras otro los obuses rusos sobre las trincheras del Ejército defensor. La respuesta no tarda en llegar, es el estruendo de los cañones M-777, una de las armas occidentales más apreciadas por Ucrania.
Lahouvka muestra también a este diario un nuevo programa informático desarrollado en Ucrania, del que no se ha informado oficialmente, y que permite localizar para cada unidad los potenciales objetivos enemigos en su radio de acción, confirmados o pendientes de confirmar, y de los que han informado las redes de partisanos ucranios en territorio invadido. Zelensky ha anunciado que para completar la contraofensiva, las Fuerzas Armadas necesitan aumentar el número de tropas hasta ser un millón —actualmente hay cerca de 750.000 hombres implicados en acciones de defensa, según el recuento del Centro de Estudios del Este, en Varsovia―. Taranenko opina que antes de incrementar la infantería, es prioritario mejorar la comunicación entre las diferentes ramas del Ejército y, sobre todo, mejorar el entrenamiento de los soldados. “Da igual que sean un millón o diez millones si no están bien preparados”, asegura Shatalov. “Ya estoy relevando a mis soldados con reservistas y voluntarios, y puedo decir que es muy difícil sustituir a un soldado regular. Y para atacar, más que defender, la formación es fundamental”, añade.
Alexander Yakorenko tiene 48 años y hace cinco meses que está en el frente. No ha estado ni un día de servicio lejos de la guerra. El batallón no se lo puede permitir, ahora se prioriza el relevo de los heridos. Yakorenko descansa un momento en un sofá de la recepción del sanatorio reconvertido en cuartel. Veinte minutos antes lo hacía en una trinchera. “Nuestra orden es sacar a los rusos de allí, los tenemos a dos kilómetros, pero sin armas continuaremos sentados en las trincheras”, explica este hombre de casi dos metros y mirada afable. “Con los drones campando a sus anchas, los rusos son más efectivos en los ataques. Si tuviéramos mejor artillería, drones y baterías antiaéreas, los echaríamos rápido”.
Shatalov, su comandante, asegura que se ha notado la entrada en escena de las multilanzaderas de misiles de largo alcance Himars, aportadas por Estados Unidos, porque están interrumpiendo la cadena de suministros rusos, sobre todo destruyendo los principales arsenales. “Hay noches que hay silencio, y eso es por los Himar”. Mientras tanto, según señalan las fuentes consultadas del 98 Batallón Táctico, los rusos están mejorando su atrincheramiento y lo están minando todo, desde campos de cultivos a edificios, incluso con armamento prohibido, según los tratados internacionales, aseguran.
El sargento mayor Serhii Golup tiene 32 años y lidera un equipo antitanque de la 17 Brigada blindada: él y sus hombres son los que organizan emboscadas contra los tanques rusos para anularlos con los famosos misiles portátiles Javelin. Golup es otro veterano, pese a su edad, que habla claro: “Los Javelin son armas para defender, pero para una ofensiva necesitas más tanques. Para un contraataque con las mínimas garantías necesitaríamos tres veces más munición y tres veces más soldados, pero para ir realmente bien, deberíamos multiplicar nuestros recursos por cinco”.
Shatalov no quiere aventurar qué puede suceder si la defensa Rusia continúa haciéndose fuerte en Kherson y llega el invierno, cuando el movimiento de los blindados sobre el terreno helado es más fácil, pero lo que tiene claro es que el destino de la guerra depende del armamento que le faciliten a Ucrania sus aliados.