Hace unas semanas, la construcción de una nueva carretera en Islandia tuvo que suspenderse mientras se encontraba una solución al problema de que la ruta planeada iba a importunar a los duendes o elfos que viven bajo las rocas.
Desde detrás de su escritorio en el departamento islandés de autopistas en Reikjavik, Petur Matthiasson me sonríe con calidez, pero también con firmeza.
"Permítame dejar algo muy claro desde el principio: yo no creo en duendes", declara ante los micrófonos de la BBC.
Levanto mis cejas e inclino mi cabeza en dirección a la pantalla de su computador donde están desplegados los planes de una nueva carretera en una ciudad vecina. Hay dos círculos amarillos; en uno se lee "Iglesia de los duendes" y en el otro, "Capilla de los duendes".
Matthiasson suspira.
"Ok", reconoce rendido. "Pero no es cosa de todos los días que desviemos autopistas debido a los duendes. Es sólo que en este caso, nos avisaron que había duendes viviendo en unas de las rocas que estaban en la ruta de la carretera y nosotros tenemos que respetar esa creencia".
Sonríe tímidamente y toma las llaves de su auto.
"Venga le muestro dónde viven los elfos", me dice con indulgencia.
Los duendes no son como los pintan
Las encuestas indican que más de la mitad de los islandeses creen en los Huldufolk -la gente escondida- o al menos piensan que es posible que exista.
Hay que aclarar que los duendes islandeses no son de la variedad verde, pequeña y de orejas puntiagudas que le ayudan a Papá Noel a empacar los regalos de Navidad. Son del mismo tamaño que usted o yo, sólo que son invisibles para la mayoría de nosotros.
En general, son una raza pacífica pero si se les falta al respeto -por ejemplo, explotando dinamita en sus casas e iglesias de roca-, no son reticentes a mostrar su descontento. Durante nuestro viaje en auto, Matthiasson me cuenta varias historias de cómo se sospecha que los duendes han causado daños en buldóceres y una serie de accidentes entre los trabajadores.
Al salir del auto en el lugar donde se encuentra la iglesia de los duendes, una despiadada ráfaga de aire helado me golpea la cara que me empuja hacia la volcánica roca negra.
El tosco paisaje islandés no es un idilio bucólico. La tierra misma hierve y escupe irracionalmente, las escarpadas montañas negras que la rodean se enconan amenazantes y, arriba, el cielo está constantemente herniado por el esfuerzo que hace para mantener flotando a las nubes de color gris plomo. Es una belleza visceral, cruda y brutal que hace que las Cumbre Borrascosas de Heathcliff parezcan una remilgada acuarela pastoral.
"Es imposible vivir en este paisaje y no creer en la existencia de una fuerza más grande que uno", le explica a la BBC la experta en folclor Adalheidur Gudmundsdottir.
Y me implora: "Por favor, no pinte a los islandeses como unos campesinos sin educación que creen en hadas, pero mire a su alrededor y entenderá la razón de que el folclor esté tan arraigado aquí".
Es además un fuerte atractivo turístico, por supuesto.
"Aquí viven duendes"
En el camino principal del aeropuerto a la ciudad, los carteles que dicen "Aquí viven duendes" tratan de atraer a los fantasiosos para que se gasten unos dólares en visitas a aldeas de elfos, un CD de música mística o, para los menos -o quizás más- fantasiosos, una camiseta que dice "Yo tuve relaciones sexuales con un duende en Islandia".
Existe incluso una escuela de duendes en la capital, en la que diligentemente me inscribí.
Magnus, el director, es un tipo rotundo y exuberante que se comió grandes cantidades de cereal durante mi lección privada. Desafortunadamente para él, nunca ha podido ver un elfo pero sí tiene una vieja olla que aparente fue usada en una cocina de duendes para hacer estofados antes de que el fondo se oxidara.
Sus ojos brillaban de una manera tan malvada durante toda la clase que al final le pregunté si él mismo no era una especie de hada malévola.
No creo en hadas pero de que las hay, las hay
Con Petur Matthiasson llegamos a la cima de la roca que supuestamente es la capilla de los duendes. La reviso con detenimiento pero, aparte de uno o dos insectos buscando refugio en sus ranuras tapizadas de musgo, no veo señales de vida, ni mitológica ni de otra clase.
Matthiasson me mira con perspicacia.
"Le podría contar sobre la duende de mi familia", dice tentativamente. Lo animo a que continúe con su cuento y me entero de que su familia tenía una elfina que los protegía y les traía buena fortuna en las tierras salvajes del norte del país.
Cuando alguna vez se fue a un paseo en un área aislada, su padre le pidió que fuera a presentarle sus respetos y agradecerle.
"Pero como no creo en duendes, se me olvidó", dice. A pesar de que el cielo había estado nublado y había llovido, al día siguiente se levantó con el cuerpo cubierto en ampollas de lo que parecía ser una quemadura de Sol.
Al voltear para enfrentar las ráfagas de viento, nuestras miradas se cruzan. Ambos tenemos una mano agarrada a la roca con la desesperación de tahúres aferrados a un amuleto. Luego, caminamos en dirección al auto en esa complicidad complaciente de sabernos casi no creyentes.