“Declaro ante ustedes que toda mi vida, […], estará dedicada a vuestro servicio y al servicio de nuestra gran familia imperial”, decía desde Sudáfrica Elizabeth Windsor en 1947. Aunque una vez convertida en reina hubo poco que reprocharle en su vida pública, la monarquía británica siempre estuvo asociada al legado imperial del Reino Unido.
La Sudáfrica desde la que ofreció ese discurso, por ejemplo, habría de convertirse al año siguiente en un país gobernado bajo el régimen de segregación racial conocido como ‘apartheid’. Y, aunque eso ocurrió después del dominio colonial, las leyes segregacionistas comenzaron a adoptarse durante la colonización holandesa, primero, y británica, después.
A su vez, la expansión colonial se justificó con base en su presunta misión civilizadora. Es cierto que no todas las experiencias coloniales fueron iguales. Una antigua colonia británica, por ejemplo, tenía una probabilidad mayor de desarrollar un régimen democrático tras su independencia que territorios colonizados por otras potencias europeas. Pero, en casos como el de Kenia, el colonialismo británico estuvo más cerca del expolio practicado por el colonialismo belga en el Congo (descrito vívidamente en novelas como “El corazón de las tinieblas”, de Joseph Conrad, o “El sueño del celta”, de Mario Vargas Llosa).
Y la única forma de sostener la narrativa sobre la misión civilizadora del colonialismo era apelando a un recuento selectivo de las atrocidades cometidas en lugares como Kenia. Así, un libro que cubre la rebelión de los Mau Mau contra el colonialismo británico (que comenzó el mismo año en que fue coronada Isabel II), cita el juramento de sus integrantes: tras comprometerse a “matar cuando reciba la orden de hacerlo, independientemente de quién sea la víctima”, el individuo juraba “cortar la cabeza al muerto, sacarle los ojos y beber el líquido que hay en ellos; matar especialmente a los europeos”. El juramento aparecía en una sección del libro titulada “El Mau Mau, la revolución de los guerrilleros de la Edad de Piedra”.
Ese libro, sin embargo, no citaba otros pasajes, como el que recoge en el suyo Caroline Elkins: “Para cuando le corté las bolas, el tipo ya no tenía orejas y su ojo, el derecho creo, colgaba fuera de su órbita. Por desgracia, murió antes de que le sacáramos algo de interés”. Solo que este último era el testimonio de un colono británico sobre el interrogatorio a un presunto colaborador del movimiento Mau Mau. Y esto ocurría en la década de 1950, no en la Edad de Piedra, mientras integrantes del mayor grupo étnico de Kenia (los Kikuyu) eran despojados de sus tierras, internados en campos de concentración, asesinados o torturados (práctica, esta última, que admitió en el 2013 el Gobierno Británico, cuando aceptó indemnizar a las víctimas de tortura para poner fin a un proceso judicial en su contra).
El punto en discusión no es si el movimiento Mau Mau cometió crímenes de lesa humanidad: lo hizo. El punto es si ello fue producto de presuntos atavismos culturales, o fue más bien una respuesta tanto al despojo de las tierras que proveían de sustento a la población local, como a los crímenes en los que se sustentó el sistema colonial. Por lo demás, el argumento del arcaísmo cultural ignora el hecho de que no pocos entre los integrantes del movimiento Mau Mau recibieron preparación militar como conscriptos del ejército británico durante la Segunda Guerra Mundial.
Es verdad que regímenes como el egipcio preferirían dirigir la atención pública hacia su exigencia de que le devuelvan la Piedra de Rosetta antes que hacia su propio autoritarismo y corrupción. Pero sigue siendo cierto que Francia obtuvo la Piedra de Rosetta tras conquistar Egipto, y que los británicos la obtuvieron de Francia como un botín de guerra. Es decir, se trató de un expolio colonial y, por ende, es legítimo cuestionar los derechos que el Reino Unido tendría sobre ella.