El jueves 3 de octubre un atentado remeció los cimientos del Estado francés: un funcionario de larga data de la sección de inteligencia de la Prefectura de Policía en París, asesinó a cuchillazos a cuatro agentes de policía que trabajaban con él. Mickael Harpon, de 45 años, francés de origen (nació en Fort de France, Martinica) se había convertido al Islam hacía diez años y, aparentemente, fue radicalizándose a lo largo de los años, sin que sus colegas –encargados justamente de los casos de radicalización de ciudadanos en Francia- tomaran en serio el hecho de que frecuentaba una mezquita extremista salafista, se negara a dar a mano a las mujeres o, hiciera comentarios sobre el atentado al semanario “Charlie Hebdo” diciendo que las víctimas se lo tenían bien merecido. Harpon fue abatido durante el ataque.
Seis días después en la hasta entonces tranquila ciudad alemana de Halle, de 235 mil habitantes, un alemán de 27 años, vestido con traje militar, disparaba a la parte exterior de una sinagoga, en la que unas 70 personas celebraban la fiesta del Yom Kipur, matando a dos personas. Luego lanzó una granada contra los comensales de un restaurante turco dejando dos heridos graves. El hombre, un neonazi que transmitió el ataque a través de las redes sociales, gritaba arengas contra los judíos “causantes de todos los problemas”, contra los musulmanes y contra el feminismo “culpable del declive de Occidente”.
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Ayer en Manchester, Inglaterra, un sujeto de 40 años atacó a varias personas con un cuchillo en un centro comercial, dejando cuatro heridos. El hombre fue capturado y la policía británica está tratando el ataque como un atentado terrorista.
¿Qué tienen en común esos tres casos? Que venga de donde venga la ideología que mueve a estos atacantes, actúan solos y están dispuestos a morir en los atentados que perpetran. Lobos solitarios los llaman, pero en realidad no están tan solos. La mayor parte de ellos son captados por Internet o se sumergen por su propia voluntad en el ciberespacio, en donde encuentran una ideología acorde con su disforia existencial. Poco a poco entran en un proceso de enajenación progresiva que lleva a algunos –los más desquiciados- al acto.
Lo terrible de estos atentados es que ya no son producto de una planificación minuciosa y bien orquestada, como los de las Torres Gemelas, o el Bataclan, sino planificados y ejecutados por ciudadanos anónimos que no necesitan más arma que unos cuchillos de cocina comprados momentos antes del ataque. Mickael Harpon escogió especialmente cuchillos de cerámica para pasar el control de metales de la prefectura.
A los gritos de “muerte a los judíos”, “Alá es grande” o la arenga que más le satisfaga al atacante se cometen estos asesinatos que ni la mejor policía o servicios de inteligencia del mundo pueden impedir, porque en un Estado de derecho –como debe ser- la ley no puede reprimir la intención delictiva o criminal.
El cuchillo de Harpon, un hombre que manejaba información confidencial sobre el seguimiento a los yihadistas, tendrá el efecto de una bomba a efecto retardado. Porque más allá de lamentar la muerte de los cuatro policías, la sociedad francesa se pregunta cuán vulnerable se encuentra si un lobo solitario puede instalar su madriguera allí donde, supuestamente, están aquellos preparados para defenderlos. La extrema derecha, entonces, criticará la debilidad del gobierno y la extrema izquierda denunciará el autoritarismo de este.