El 23 de marzo, durante una sesión del Consejo Permanente de la OEA, el entonces embajador de Nicaragua ante dicha organización dejó perplejos a los más altos representantes diplomáticos de la región. “Seguir guardando silencio y defender lo indefendible es imposible. Tengo que hablar aunque tenga miedo y aunque el futuro mío y de mi familia sean inciertos. Tengo que hablar porque, si no lo hago, las piedras hablarán por mí”, anunció Arturo McFields durante la teleconferencia.
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Posteriormente, el representante diplomático calificó al régimen de Daniel Ortega y Rosario Murillo como “una dictadura” que ha acabado con la libertad de expresión, eliminado a la competencia política y que pisotea los derechos humanos. Era su forma, aseguraba, de levantar la voz “en nombre de más de 177 presos políticos y más de 350 personas que han perdido la vida en mi país desde 2018″.
La respuesta de Ortega fue inmediata. Ese mismo día la Cancillería nicaragüense emitió un comunicado desconociendo a McFields como su embajador y sustituyéndolo por otro representante.
Esta suerte de rebelión diplomática, sin embargo, contó con el apoyo inmediato de la OEA y de la mayoría de sus miembros. El secretario general, Luis Almagro, calificó la posición de McFields como “éticamente correcta” y le ofreció “protección” tras sus declaraciones. El Perú, a través de su representante permanente, Harold Forsyth, fue uno de los primeros en expresarle su apoyo.
“Es un hombre que ha decidido actuar de acuerdo a sus propios principios y obrar en consecuencia frente al Consejo Permanente de la OEA”, comentaba Forsyth a El Comercio aquel día.
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Los días siguientes a su histórica denuncia estuvieron llenos de incertidumbre para McFields. No era el primer funcionario que renunciaba a representar al régimen. De hecho, luego del estallido social del 2018 muchos comenzaron a hacerlo llevando a que Ortega impusiera duras condiciones para que sus propios funcionarios salieran del país. El 27 de marzo de este año, cuatro días más tarde de las explosivas declaraciones de McFields, el asesor legal internacional para Nicaragua en la Corte Internacional de Justicia en La Haya, el abogado estadounidense Paul Reichler, también dimitió a su cargo.
La diferencia, sin embargo, era que la mayoría se iba en silencio. McFields, un experiodista de prensa escrita y televisión que en el 2011 entró al mundo diplomático, está convencido de que su mejor arma ahora es precisamente su voz. Por ello, contesta el teléfono a El Comercio desde un lugar seguro en Estados Unidos para dar inicio a esta entrevista.
—Es usted consciente de que sorprendió a América y al mundo con sus declaraciones. ¿Por qué decirlo y por qué ahora?
Era una bomba de tiempo dentro de mí que en cualquier momento iba a reventar y, gracias a Dios, reventó en el momento oportuno. Fue un proceso muy doloroso porque uno debe pasar por una batalla espiritual, pero también pensar que tiene repercusiones no solo económicas sino también a tu integridad personal. Era necesario que alguien alzara la voz y que lo hiciera desde ese foro, para que el mundo entero conociera el dolor y el sufrimiento de mi patria.
Palabras del Embajador de #Nicaragua Arturo McFields Yescas al Consejo Permanente de la #OEA pic.twitter.com/cMNiv69CIh
— OEA (@OEA_oficial) March 23, 2022
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—¿Algún caso puntual fue el detonante?
El caso de Tamara Dávila, una muchacha defensora de derechos civiles y feminista. Ella tiene una niña de 5 años a quien no ha podido ver ni abrazar en los últimos 9 meses . Mi hija tiene la misma edad, y cuando la abrazo inmediatamente se me vino a la mente el testimonio que escuché de Tamara. Se me partió el corazón. Me pregunté qué ideología, qué filosofía o qué narrativa diplomática puede justificar que no deje que una madre vea a su hija. La otra historia que me dolió mucho fue la de mi amigo Miguel Mora. Es un periodista que estudió en un colegio jesuita llamado Loyola, donde yo también estudié. Fue a la Universidad Centroamericana, la misma universidad jesuita a la que yo fui. Y nos conocíamos. Cuando me dicen que lleva meses sin poder ver a su hijo discapacitado, pensé que en cualquier lugar del mundo un preso tenía derecho a ver su hijo. Su hijo tuvo COVID-19 y Miguel no pudo verlo, ni antes ni después de pasar la enfermedad. Miguel ha suplicado tener una Biblia y no se le permite. Él y otros presos se mantienen incluso sin recibir la luz del sol, algo tan esencial como eso. Ese tipo de cosas me quebraron por dentro y comenzó una debacle moral profunda, hasta que estallé ese día. De hecho, 15 días antes ya había tomado la decisión.
—¿Qué consecuencias ha traído esto? ¿Hay amenazas a su vida?
Yo he tenido que pedir asilo en Estados Unidos porque no puedo regresar a mi país. He sido catalogado como traidor a la patria por llamar dictadura al Gobierno de Nicaragua.
—¿Qué pasaría si vuelve a pisar su país?
Tendría reservada una celda en El Chipote.
—La cárcel de los enemigos del régimen...
No es solamente estar preso. Quiero que piense esto, ahí no solo cae preso sino que sufre de un trato cruel y degradante. No poder ver a tus hijos no lo justifica ninguna ley, ni humana ni celestial; ninguna ideología, ni la derecha ni la izquierda.
—¿Usted ve alguna salida a la dictadura de Ortega?
Yo tengo esperanza. No soy el único que está inquieto, que tenía una debacle moral. Son miles de funcionarios, civiles y militares, en rangos altos y chiquitos, que no aguantan tanta crueldad en mi país. Nicaragua ama la libertad, ya probó lo que es vivir en democracia y le gusta. No hemos nacido para vivir bajo un régimen totalitario y cruel. Por eso tengo esperanza. Cuando yo renuncié también lo hizo un alto jurista en la Corte Internacional. Y muchos han empezado a renunciar, la diferencia es que no todo el mundo alza su voz.
—¿Y la comunidad internacional, qué papel debe cumplir?
En la OEA, el día que yo hice mi denuncia, me llenó de gozo ver que el Perú fue uno de los países que expresó su total respaldo. Eso fue tremendo para nosotros, dijeron presente inmediatamente. Colombia, Brasil, Estados Unidos y Canadá también. Eso da esperanza, sabemos que no estamos solos y que Nicaragua volverá a ser una república.
—En el 2006 usted era periodista y visitó la residencia de Ortega y Murillo poco antes de ganar la presidencia. ¿Cómo recuerda esa época?
Las dictaduras no nacen de la noche a la mañana, es un proceso. Cuando ellos llegaron al poder dijeron que habría un derecho irrestricto a la propiedad privada y a los derechos humanos. Dijeron que las elecciones serían observadas por quien quiera venir a hacerlo. Los empresarios y los trabajadores firmaron una gran alianza tripartita que luego elevaron a rango constitucional para poder trabajar juntos. Eso fue funcionando por más de una década, hasta abril del 2018 cuando se dio el estallido social y una fuerte represión. En ese momento, el pueblo sacó su espíritu patriótico pero recibió del Gobierno una mano represora que fue lo más bajo que se había visto en nuestra historia.
—¿Y ellos, qué sensación le daban?
Eran otros tiempos. Yo soy periodista, aunque ahora estoy en el área diplomática. Ortega era presidente electo y tenía el deseo de demostrar una apertura al mundo, que eran un gobierno democrático. Pero esa democracia fue mutando de forma horrorosa y dolorosa. Ellos no comenzaron matando a 355 personas, sino de una manera bien amplia y democrática. Pero después, el jefe de la empresa privada que apoyó la alianza tripartita fue detenido, el embajador de Nicaragua ante EE.UU. también, un exvicecanciller del gobierno sandinista de los 80 está preso, y este 2022 se ha expulsado a decenas de organismos. Toda organización de la sociedad civil es vista por Ortega como un instrumento del imperio.
—Antes de denunciar a la dictadura de su país ante la OEA, tuvo una reunión con otros funcionarios donde propuso la liberación de presos políticos y le advirtieron que no iban a tomar nota de eso siquiera por lo peligroso que era proponerlo. ¿Qué otro tipo de restricciones hay dentro del régimen?
Esa reunión fue con asesores y viceministros. Se pensó que era para debatir ideas y alternativas para mejorar la situación. Pero hay un sentimiento de censura y de autocensura. Ya no hay posibilidad de abordar ciertos temas, ni siquiera entre los mismos viceministros y asesores. El tema de los presos políticos ya ni se aborda a nivel de Gobierno y quien lo mencione es visto como sospechoso.
—Muy orwelliano...
Se ha construido una narrativa paralela que está muy alejada de la realidad. Y el pueblo ya no lo cree.
—Usted ha definido como una dictadura el régimen en su país, ¿pero cómo definiría a Daniel Ortega y a Rosario Murillo?
Es una situación muy triste porque alguna vez enarbolaron ser revolucionarios y progresistas, pero lo que se vive en el país es algo que ni los mismos revolucionarios entienden.
—Una autocracia en toda ley...
Yo creo que quizás somos la más dura de toda Latinoamérica. Por eso desde Washington D.C. estamos promoviendo que se impulse la liberación de los presos en Nicaragua, pero que también se les de esperanza a los miles de nicaragüenses que vienen cruzando el río mediante un estatus de protección especial temporal (TPS) al llegar a Estados Unidos. Vienen huyendo de un régimen a esconderse en EE.UU. porque no tienen papeles. Estamos tratando de promover un TPS para que puedan ganarse el pan de cada día. Buscamos ese pedacito de esperanza.
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