Medellín, Colombia
Jhon Jairo Velásquez Vásquez, ‘Popeye’, considerado el mayor sicario que ha tenido Colombia, recobró la libertad esta semana y ello revivió viejos horrores que se creían superados.
“Yo maté directamente a unas 250 personas y soy responsable de la muerte de otras tres mil”, reconoció en varias entrevistas el que fuera lugarteniente de Pablo Escobar.
“Pablo ordenaba, yo cumplía”, agregó quien a los 21 años no dudó en matar a su novia por encargo del capo y organizó más de 150 atentados con bombas, entre ellos uno contra un avión.
La historia de ‘Popeye’ es similar a la de cinco mil jóvenes a quienes Escobar les enseñó que asesinar y convertirse en sicarios era el camino que conducía directo a grandes cantidades de dinero.
Por ello, a estos muchachos no les tembló la mano cuando les encargaron matar al candidato presidencial Luis Carlos Galán en 1989, a jueces y a testigos; ni cuando Escobar puso precio a la cabeza de los policías para vengar la muerte de su cuñado.
La tarifa, según ‘Popeye’, fue de 2 millones de pesos (US$1.000 de hoy) por policía, 3 millones de pesos (US$1.500) por sargento, 10 millones de pesos (US$5.000) por teniente y 100 millones de pesos (US$50.000) por general. Fueron 540 los policías que cayeron por la macabra oferta.
“Se puede decir que Escobar tenía un pequeño ejército, pero sin estructura militar. Estamos hablando de 1990, cuando se calcula que pululaban alrededor de 5 mil mercenarios, pero no todos directamente cercanos a Escobar. Él tenía unos 50, que a su vez subcontrataban a los otros”, explica para El Comercio Jorge Gaviria, ex director de la oficina de reinserción de la Alcaldía de Medellín.
“Ser sicario te daba dinero y, por ende, poder y prestigio. Luego de una vuelta, como ellos llamaban a asesinar, quedabas en capacidad de comprar tu propia arma y al segundo encargo una potente moto. También te daba derecho a tomar como amante a la joven más bonita del barrio. Ello involucró, en esta transformación social perversa, a una generación de jóvenes que hoy son las viudas, que a su vez son madres de unos chicos que tratamos de que no sigan los pasos de sus padres”, nos comenta Darío Quijano, quien a través de la Fundación Reconciliarse realiza trabajo social en las comunas más pobres de la ciudad.
La monstruosa creación sobrevivió a la muerte de Escobar en diciembre de 1993. Lejos de sufrir la orfandad, los sicarios encontraron su supervivencia en la llamada Oficina de Envigado y otras organizaciones que se apoderaron del tráfico de estupefacientes y armas y de las extorsiones en Medellín.
EL COMIENZO DEL CAMBIO
“Autoridades y ciudadanos entendieron que ese era un camino errado y se dieron a la tarea de remontarlo”, cuenta Gaviria. Basándose en cifras oficiales, afirma que unas tres mil personas están involucradas en actividades delictivas en Medellín, “pero no todas son capaces de matar”. El ministro de Defensa, Juan Carlos Pinzón, le da la razón: “Medellín tiene hoy una tasa de homicidios de 28,5 por cada 100 mil habitantes: la más baja en 25 años”.
Para Gaviria, la transformación empezó en el 2004 con la organización de los ‘combos’ (bandas delictivas) y grupos paramilitares que participaron en el proceso de desmovilización, a través de acciones concretas de las autoridades policiales que lograron disminuir notoriamente este tipo de delincuencia.
“A eso hay que sumar una reacción social de rechazo a organizaciones delictivas y acciones de las autoridades para transformar la ciudad en términos de conceptos, espacios y de acercarse a los jóvenes más necesitados, a las familias más urgidas de la periferia con ofertas institucionales, renovación de estructura vial y servicios de salud y justicia”, añade Gaviria.
Sin embargo, según Quijano, en este proceso hay un lado oculto que las autoridades no quieren reconocer: “En el pacto de los fusiles de hace un año los jefes de los ‘combos’ se comprometieron a no atacarse y a respetar los territorios donde mantienen control económico y militar. Esto por supuesto incide en la baja de asesinatos, pero los negocios ilícitos continúan”.