A su paso, las calles se vacían y los comercios cierran. Millares de indígenas venidos de lejos avanzan sobre un Quito exhausto y militarizado, dispuestos a quedarse hasta cuando el gobierno ceda a sus reclamos o caiga.
Los manifestantes recuperan fuerzas en la noche, albergados en dos universidades, y antes del mediodía se dispersan en grupos. Llevan palos, escudos artesanales y whipalas, la bandera multicolor de los pueblos originarios de los Andes.
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En las columnas de indignados sobresalen los ponchos rojos. Atrás van dejando barricadas con troncos y neumáticos quemados, y hogueras a plena luz del día. Un sector del norte de la ciudad comienza a paralizarse.
“Puede ser un mes, puede ser dos meses (...) La guerra vendrá, pero aquí vamos a luchar hasta” sacar al presidente, brama María Vega (47 años) quien sobrevive haciendo varios oficios.
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Cuando las fuerzas combinadas de soldados y policías atajan su marcha, ellos cambian de rumbo. Los accesos a la sede presidencial están bloqueados con vallas metálicas, alambres de cuchillas y piquetes de uniformados.
El mandatario Guillermo Lasso, un exbanquero conservador con un año en el poder, ve en la revuelta un intento por derrocarlo, no en vano el país ganó fama de ingobernable tras la salida abrupta de tres presidentes entre 1997 y 2005 ante la presión de los indígenas.
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Pero ni el despliegue militar, ni el toque de queda, tampoco los insultos de los afectados por la parálisis, los disuaden. Los nativos desafían el estado de excepción en las narices del gobierno, que sacó a los militares de los cuarteles para tratar de recuperar el control.
“Ellos tienen armas. ¿Cómo se va a comparar un arma con un palo o con una piedra? No nos pueden poner en condiciones de igualdad”, dice a la AFP Luzmila Zamora (51).
Hace 11 días que los indígenas dejaron sus comunidades rurales, pero solo hasta el lunes llegaron a Quito con una queja común: el elevado costo de vida. Quieren que el gobierno decrete una rebaja de precios de combustibles, entre otras medidas que alivien la disparada de la canasta familiar.
“Queremos un gobierno que trabaje para el pueblo, para el Ecuador entero, no solo para la clase alta”, reclama Zamora.
“Cavar su tumba”
Al frente de las protestas, en las que han muerto dos manifestantes y se cuentan decenas de heridos entre uniformados y aborígenes, está la Confederación de Nacionalidades Indígenas del Ecuador (Conaie).
El líder de la organización, Leonidas Iza, aparece entre la multitud con megáfono en mano para reafirmar su disposición a un diálogo condicionado, no sin antes cuestionar a Lasso.
“¿Tenemos respuestas compañeros?”, pregunta. “¡Nooooo!”, le responden cientos de indígenas a su alrededor.
En otro punto de la manifestación, Marco Vinicio Morales, un pastor evangélico de 40 años, no entiende cómo un país “con producción de petróleo a gran escala, oro y plata” esté sufriendo por “el alto costo de la vida”. Así que “si no hay respuesta, el mismo Lasso va a cavar la tumba y debe ser destituido”, remarca.
Además del tema de los combustibles, la Conaie pide un año de moratoria en los créditos con la banca y una política de control de precios frente a la especulación y el deprimido mercado de alimentos.
“Los costos de los químicos están tan elevados que los agricultores tenemos que trabajar a pérdida”, resume la indígena Zamora.
Otras reivindicaciones como la de mayor presupuesto para salud y educación se suman al abanico de reclamos.
Pero la movilización también impacta a los comerciantes y empleados de Quito, que intentan recuperarse tras la severa crisis por la pandemia.
Sin clientes
En 2019 los indígenas avanzaron sobre Quito para que el gobierno de la época desistiera de un acuerdo con el FMI que, en la práctica, eliminaba millonarios subsidios a los combustibles.
Al cabo de casi dos semanas consiguieron su objetivo, pero dejaron una estela de resentimiento entre las clases media y alta. Soterrado por algún tiempo, el racismo afloró con una alta dosis de rabia.
Entonces murieron 11 manifestantes y hubo un millar de heridos en todo el país.
Tres años después algunas escenas se repiten. Avenidas cortadas, accesos militarizados, comercios cerrados y una ciudad dividida en bandos.
Efrén Carrión, un chef de 42 años, ya siente el impacto. “De lunes a viernes se vendían 120 almuerzos diarios y en estos días son 10 o 25 máximo”, comenta.
Y lamenta que a causa del gas lacrimógeno los “clientes salgan corriendo sin pagar”. “La mejor revolución es trabajar y llegar a un acuerdo, dialogar, el pueblo no tiene culpa de esto”, comenta.
Las protestas vaciaron edificios céntricos. “Se han suspendido audiencias y si no hay audiencias no pagan. Han ahuyentado a los clientes”, reclama el abogado Hugo Castro (55).
Los indígenas saben bien el malestar que causan. “Nos insultan, nos dicen que somos vagos, que los dejemos trabajar, pero ellos no pasan necesidades, no entienden”, señala Diana Segovia (32), comerciante ambulante de ropa.
El fuego del descontento sigue ardiendo en Quito sin que se sepa cuánto tardara en extinguirse.
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