Tamara Taraciuk Broner pasó los últimos 17 años de su vida documentando violaciones de derechos humanos en América latina para Human Rights Watch (HRW). Con su trabajo, recorrió una región azotada por el narcotráfico, la violencia, la corrupción, la pobreza y la desigualdad, donde conviven democracias con viejas dictaduras y nuevos autoritarismos. Taraciuk Broner comenzó sus investigaciones en México, siguió en Venezuela, donde investigó los abusos del chavismo y el régimen de Nicolás Maduro, y terminó abarcando toda la región luego de la partida de José Miguel Vivanco, cuando tomó las riendas, de manera interina, de la división para las Américas de la organización. Tras ese recorrido, ahora decidió abrir una nueva etapa: dejó HRW y se sumó al equipo del Diálogo Interamericano para dirigir el Programa Peter D. Bell sobre Estado de Derecho, desde donde buscará enhebrar soluciones para algunos de los problemas que recopiló durante casi dos décadas.
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Ante lo que describe como un “retroceso democrático grave” en América Latina, y el avance en los últimos años de nuevos líderes autoritarios –menciona a Nayib Bukele, Andrés Manuel López Obrador o Jair Bolsonaro–, Taraciuk Broner, 44 años, cree que el principal desafío regional es fortalecer las instituciones democráticas para demostrar que se puede responder a las necesidades de la gente sin vulnerar el Estado de derecho.
“No hay un consenso en la región, desafortunadamente, de que la respuesta tiene que ser más estado de derecho, y no menos”, dice Taraciuk Broner en una entrevista con LA NACION. “En la región hay un vacío de liderazgo consistente en estos temas”, señala.
En Diálogo Interamericano, donde reemplazará a otro argentino, Santiago Cantón, Taraciuk Broner aspira a “avanzar con discusiones serias y difíciles” sobre cómo solucionar estos problemas que prevalecen en la región.
–¿Qué panorama ve para los derechos humanos?
–Es evidente que hay un retroceso democrático grave en la región. Tenemos dictaduras, claras, puras y duras, Venezuela, Cuba, Nicaragua, pero además de eso me preocupa enormemente los líderes que llegan al poder a través de procesos democráticos, y una vez en el poder le dan la espalda a garantías fundamentales, la independencia de la justicia, la prensa independiente, al trabajo de la sociedad civil. Hay distintos ejemplos. Bolsonaro en Brasil, López Obrador en México, Bukele en El Salvador. No hay una cuestión ideológica, es el mismo libreto autoritario. Es un patrón claro del último tiempo.
–¿Se puede hablar de democracias autoritarias?
–No me gustan los rótulos, creo que hay distintos matices. Pero si creo que hay líderes autoritarios que se aprovechan de la democracia para llegar al poder, se engolosinan con el poder y se aprovechan del poder para eliminar los frenos y contrapesos fundamentales que son esenciales para la democracia. Es esa consolidación de poder sin control lo que abre la puerta a los abusos. Y un tema que atraviesa a todo es la corrupción, que florece cuando está en jaque la independencia del Poder Judicial. Es el otro ángulo del balance de derechos humanos en la región, hay niveles de inseguridad en aumento, con pandillas, crimen organizado, narcotráfico, y enormes desigualdades con índices de pobreza alarmantes. Todo eso se profundizó muchísimo en el último tiempo por la pandemia. En ese contexto, no es una casualidad que estemos ante la mayor crisis migratoria del último tiempo.
–¿La gente es más tolerante a los autoritarismos?
–Creo que el principal desafío que tenemos es fortalecer las instituciones democráticas para demostrar que dentro del estado de derecho se puede responder a las necesidades y las preocupaciones legítimas de la gente, que tiene que ver con la inseguridad y las cuestiones sociales. No hay un consenso en la región, desafortunadamente, de que la respuesta tiene que ser más estado de derecho, y no menos. Es difícil encontrar gobernantes dispuestos a jugársela por políticas de mediano o largo plazo porque estamos en un círculo constante de elecciones. Es más tentador lo cortoplacista, y que después se arregle el próximo. El desafío más importante es generar un consenso social de que la seguridad jurídica, que evita la concentración y el abuso de poder, es necesaria para mejorar la vida de los ciudadanos de a pie. No todo el mundo entiende eso, y genera un caldo de cultivo para que surjan estos líderes autoritarios con respuestas que parecen fáciles y exitosas en el corto plazo, pero a largo plazo desmoronan todo el edificio.
–¿Bukele es un modelo de este líder?
–Bukele es un gran ejemplo de ese tipo de liderazgo. Ha sido tremendamente exitoso en abordar un problema muy serio, la violencia de las maras. No hay duda de que el modelo de Bukele ha sido exitoso en bajar índices de homicidio y extorsión, un reclamo muy legítimo del pueblo salvadoreño ante los graves abusos cometidos por las pandillas. Pero la exportación del modelo de Bukele se debe no solo a eso, sino también a la efectiva maquinaria propagandística detrás de su gobierno. Esa comunicación tipo Hollywood y por redes sociales evita promocionar los gravísimos abusos que se cometen con el régimen de excepción, y eso es posible porque, antes, Bukele logró desmoronar los frenos y contrapesos elementales en el país y las víctimas no tienen a quién acudir. En cuanto a los ataques al Estado de derecho, Bukele tardó dos años en hacer lo que a Chávez en Venezuela le llevó diez. Lo que hay detrás no es una política pública en seguridad, sino un pacto mafioso entre el gobierno y las pandillas, de espalda a la sociedad, que aún no se sabe si es sostenible.
–Bukele es muy popular, ¿cómo se gana apoyo para el Estado de derecho?
–Esa es la dificultad de este trabajo. Hay que reconocer que el punto de partida del éxito de Bukele es una preocupación legítima de la población y hay que analizar las medidas de Bukele en un contexto más amplio que los índices del último año. Principalmente, lo que hay que hacer es poder encontrar un modelo donde existan políticas de seguridad dentro de un marco de Estado de derecho que den esos resultados. El desafío es encontrar alternativas para poder mostrar que Bukele no es lo único que hay.
–¿Existe un modelo que logre resultados y resguarde el Estado de derecho?
–No hay hoy en la región un modelo nacional tan exitoso en números, tan sexy para vender a la opinión pública y que tenga tanto dinero en propagada detrás como el de Bukele. Creo que es un error trazarse esa meta para buscar una alternativa. Hay que buscar opciones en otros niveles de gobierno, que están más cerca de la gente, y tenemos que entender que una alternativa democrática tal vez no sea tan tentadora para convencer a una opinión pública que exige respuestas para ayer, pero es indispensable para mantener las estructuras fundamentales del Estado de derecho que trascienden un determinado gobierno y están ahí justamente para protegernos a todos de los abusos de poder. Resta por verse quiénes son los políticos latinoamericanos que están dispuestos a jugársela por una política pública dentro del Estado de derecho que sea una combinación de punitivismo con prevención, que yo creo, a la larga, nos deja mejor parados para combatir los alarmantes índices de violencia en la región.
–¿La Argentina dejó de ser un referente regional en derechos humanos?
–A mí me preocupa la ideologización de los derechos humanos en la política exterior de este gobierno. No es un problema hablar con dictadores, la pregunta es qué se habla con un Maduro, un Ortega, un Díaz Canel. Es clave aplicar la misma vara para todo el mundo. Eso no está ocurriendo en el caso de la Argentina, y lo vemos muy poco en la región, con la excepción de Gabriel Boric en Chile, quien ha cuestionado abusos por gobiernos de distintas ideologías, incluyendo de izquierda. ¿Quién tiene legitimidad moral? En la región hay un vacío de liderazgo consistente en estos temas. Esto genera una oportunidad. Pero uno no puede tener legitimidad moral para liderar en derechos humanos sin una política exterior consistente, y la Argentina hoy no la tiene. Lula ha dicho que quiere que Brasil vuelva al mundo con su presidencia, y podría jugar un papel importante, pero no le ha ido tan bien con sus desafortunadas declaraciones sobre la guerra en Ucrania. La retórica en temas de democracia y derechos humanos del gobierno de Biden es un abismo con relación a la del expresidente Trump, pero América Latina no es una prioridad para Estados Unidos, salvo tal vez en temas migratorios y allí las políticas del gobierno siguen siendo problemáticas. Si la Argentina quiere jugar ese papel de liderazgo, tiene que medir a todos los gobiernos con la misma vara en todos los ámbitos internacionales.
–¿Qué papel puede jugar el Diálogo Interamericano?
–El diagnóstico sobre la democracia y el Estado de derecho es claro. Lo que quiero hacer desde el Diálogo es avanzar con discusiones serias y difíciles sobre cómo solucionar estos problemas. El Diálogo tiene un poder de convocatoria súper amplio, y tiene varios programas que son clave para fomentar el desarrollo sostenido en la región. Creo que combinar todos estos factores es indispensable para encontrar esas soluciones.
–¿Cómo se puede avanzar en eso?
–Y hay dos iniciativas trasversales que aportan mucho, una es la iniciativa sobre ciudades, que está pensada ante la incapacidad de los gobiernos nacionales de responder las preocupaciones de la gente. Eso tiene que ver con el impacto en el día a día de la gente que tienen los gobiernos que están más cerca de los ciudadanos, que además gozan de mayor confianza. Hay una oportunidad para encontrar soluciones innovadoras que puedan contrarrestar la pérdida de confianza en la democracia y las instituciones. Y otro tema fundamental es el programa del Diálogo sobre género e inclusión social. Más allá de estos programas, yo vengo hace muchos años identificando los problemas de democracia, Estado de derecho y derechos humanos, y ese el papel de Human Rights Watch, poner sobre la mesa información consistente y confiable sobre la realidad, y es importante a nivel personal dar el paso de trabajar para encontrar y avanzar en las soluciones a esos problemas.