A las cinco de la madrugada se distinguía a lo lejos lo que parecía un pueblo pequeño. En un centenar de carpas 500 migrantes, la mayoría haitianos, se alistaban para una peligrosa travesía hacia el Tapón del Darién, una espesa selva que contrasta con la planicie de Acandí, un pueblo colombiano en la frontera con Panamá bordeado por el mar Caribe, donde habían pasado la noche.
En una fogata de leña Emile y Claude cocinaron yuca y pasta minutos antes de partir para llevarla para el camino con 20 litros de agua por los que pagaron 20 dólares. Emile, de 29 años, salió hace 13 de su natal Haití primero a República Dominicana y después a Chile, donde vivió cuatro años. Dos meses atrás partió con rumbo a Estados Unidos.
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En apenas media hora recogieron a sus hijos y sus pertenencias, formaron una fila y empezaron a caminar al grito de “¡Allez, allez!”, que significa “¡Vamos!”. Una decena de lugareños les servían como guías tras cobrarles 50 dólares a cada uno.
En 100 metros se toparon con la primera loma empinada. Las maletas empezaron a pesar, una familia se detuvo y dejó sobre el césped sus abrigos. Otra tiró las fotografías de su matrimonio. Lo que no sabían era que se trataba de la montaña más baja que debían atravesar.
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“Cargamos sus maletas por 25 dólares y los niños por 50”, les ofrecían otros lugareños. Algunos cedían, la mayoría se resistía.
Al descender la loma iniciaba el trayecto hasta el río Acandí. Los caminos en la orilla eran estrechos y fangosos y las rocas, resbalosas. Sin detenerse, una mujer sorteaba los obstáculos al tiempo que preparaba el tetero de su bebé de unos tres meses de nacido y otra amamantaba al suyo mientras continuaba la marcha.
Atravesar el río fue una tarea difícil por la corriente y la profundidad. Dos hombres se quitaron las botas para cruzar el cauce, lo que los alejó del grupo que avanzaba selva adentro cada vez más disperso. El sonido del agua era más fuerte que las voces de los guías pero era importante escucharlos: ellos eran los que sabían que si el río sonaba muy fuerte debían alejarse porque una creciente podía arrasar con todo a su paso.
“Muy dura la selva, no hay vida aquí. Uno va caminando y no sabe dónde va”, dijo Davidson Lafleur, de 24 años, a The Associated Press que acompañó en los primeros kilómetros del recorrido del Darién a un grupo de 500 migrantes.
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En Necoclí, un pueblo costero del lado colombiano, esperaban más de 14.000 migrantes para iniciar su viaje al Darién. Las calles del pueblo se convirtieron en una pequeña colonia haitiana. Desde hace dos meses el flujo migratorio aumentó a tal punto en que los hoteles colapsaron y los nativos empezaron a alquilar sus casas para alojar migrantes hasta por 10 dólares la noche.
Sin dinero, a veces ni para comer, al menos 200 migrantes se instalaron en carpas apiñadas en la playa donde cocinaban y se bañaban en el mar. En medio de las tiendas la basura se acumulaba y con ello el mal olor.
En las calles de Necoclí ya no hay recuerdos para los turistas. En cambio, se ofrecen botas militares y de caucho, de entre 12 y 40 dólares, y todo lo necesario para cruzar la selva: carpas, ollas, comida, ropa, calcetines, protectores para celulares y cinta adhesiva para envolver las maletas luego de cubrirlas con bolsas plásticas.
Todos los días los migrantes buscan embarcaciones con destino a Acandí. Las filas comienzan en la noche alrededor de la empresa naviera porque los boletos se agotan rápido.
En agosto Panamá y Colombia acordaron dejar pasar por su frontera a 500 migrantes cada día. Sin embargo, a Necoclí llegan entre 1.000 y 1.500 diariamente, la mayoría provenientes de Chile y Brasil, países a los que emigraron tras el terremoto en Haití de 2010.
Jorge Tobón, alcalde de Necoclí, aseguró a AP que si la tendencia migratoria continúa la cantidad de personas varadas podría llegar a 25.000 en un mes y pidió a las autoridades nacionales de ambos países aumentar la cuota de migrantes que pueden cruzar a Panamá.
Del lado panameño las autoridades prevén que el flujo migratorio va a aumentar. “Países con problemas graves, nuevas políticas migratorias de Estados Unidos y Canadá y los haitianos que están en Brasil y Chile que migran, todo esto alienta ese flujo”, dijo recientemente a AP el ministro de Seguridad panameño, Juan Pino.
Los 500 que zarpan cada día recorren una hora en altamar para llegar a Acandí. El camino suele ser tranquilo, es el mismo que recorren los turistas. Sin embargo, un fuerte ruido los puso sobre aviso: un buque de la Armada colombiana perseguía una lancha que parecía estar cargada de combustible de contrabando. El operativo duró unos minutos, la Armada disparó sin lograr dar en el blanco y la embarcación desapareció.
Los migrantes consiguieron llegar hasta un puerto improvisado de Acandí. Con una mezcla de alcohol con agua un hombre los fumigaba para “eliminar el virus” del COVID-19, mientras una niña lloraba y corría en busca de su papá, a quien encontró minutos después. Los demás aplaudieron el reencuentro.
El inicio del Darién quedaba aproximadamente a 10 kilómetros del puerto, así que debían escoger entre caminar cinco horas, pagar una carreta tirada por un caballo por 20 dólares por persona o una motocicleta por 35 dólares. El sol ardía y la mayoría escogió un medio de transporte.
Ones Armonte, un dominicano de 36 años, pagó por una motocicleta. El camino no estaba pavimentado pero aún así los mototaxistas lo cruzaban con agilidad. En una hora Armonte llegó al pie del Darién.
“Vamos a lo que diga Dios, nadie quisiera arriesgarse en esta selva, pero necesito dinero para enviarles a mis cuatro hijos”, dijo Armonte, quien busca llegar a México y quedarse unos meses a descansar de la travesía que emprendió en Brasil.
Del otro lado, una familia prefirió pagar una carreta para que llevara a los bebés y las maletas, mientras ellos irían caminando.
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Lafleur continuó su camino en la selva, donde los árboles le daban sombra en la mayoría de los tramos, aunque le tomará más de cinco días llegar a Panamá. “Tuve que pagar una persona para que llevara las maletas de los tres por 120 dólares, es muy difícil”, contó Lafleur, quien viajaba con su esposa y su hija de 11 meses nacida en Chile, donde vivió durante tres años.
El camino estaba marcado por las pertenencias que los migrantes iban arrojando para alivianar su maleta. Algunos lugareños les recomendaban deshacerse de las colchonetas que usarían para dormir. “Eso no le sirve para nada acá, allá arriba (al llegar al pico de la montaña) consigue más”, le decía un guía a una mujer que insistía en cargarla en sus manos mientras llevaba la maleta sobre su cabeza en un perfecto acto de equilibrismo.
Al final del grupo una mujer de unos 50 años se desvaneció cuando cruzaba el río, sufría de asma y obesidad. Sus familiares la habían dejado atrás. Un lugareño comentó que no resistiría y que era mejor que diera vuelta atrás. “Ayer venía otra mujer asmática, se le acabó el inhalador y tocó devolvernos”, dijo.
En la selva los peligros abundan. Algunos migrantes alejan las serpientes amarrando ajos a sus tobillos o usando creolina, un desinfectante. Sin embargo, el mayor peligro son otros seres humanos. En el Darién hay grupos ilegales que controlan las rutas del narcotráfico y el contrabando.
Entre mayo y julio 96 personas fueron víctimas de violencia sexual en el Darién, según el reporte de Médicos sin Fronteras, una organización humanitaria que tiene un puesto en Bajo Chiquito, Panamá, donde atiende a los migrantes.
Las enfermedades que más reportan los migrantes que logran pasar son hongos en los pies debido a la humedad de la selva y el paso de los ríos, afecciones gastrointestinales y problemas respiratorios, sobre todo los niños.
En lo que va del año han entrado a Panamá más de 70.000 personas por la selva del Darién, de las cuales 50.000 son haitianos, la más alta en la última década según las autoridades de seguridad de Panamá.
En el camino por Acandí los más ágiles pueden llegar a la parte del Darién en la que acaba Colombia en un día completo. Sin embargo, no todos lo logran, el rigor de la montaña los retrasa y en caso de extraviarse del grupo los días se pueden multiplicar. Una vez en la selva de Panamá inicia el tramo más difícil de la selva en el que pueden tardarse de cuatro a siete días más para llegar a Bajo Chiquito.
En la selva han nacido y muerto niños porque las embarazadas se arriesgan a la travesía aún con más de seis meses de gestación. En el Darién no hay dios, ni ley, los caminantes encuentran cuerpos tirados, niños huérfanos o gente extraviada. Las autoridades panameñas han reportado decenas de muertos.
“El miedo siempre existe, pero tenemos que seguir adelante”, dijo Lafleur pese a la falta de aliento por la exigente caminata.
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