En tres años y nueve meses, Molly de la Sotta (60) ha visto a su hermano en tres ocasiones. Las dos primeras fueron en setiembre del 2018, cinco meses después del arresto de Luis de la Sotta (50), quien supuestamente habría instigado a la rebelión en contra de Nicolás Maduro días antes de los comicios que le dieron la reelección al dictador. A través suyo, y desde el encierro en uno de los sótanos de la Dirección General de Contrainteligencia Militar (Dgcim) de Caracas, Luis rechaza las acusaciones. Allí, mientras espera un juicio que parece que nunca empezará, la tortura ha sido pan de cada día.
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Aquel setiembre, Molly vio a su hermano con un mameluco verde militar que olía a orines y otras sustancias inevitables cuando se es enclaustrado junto a cinco personas en un cuarto de 3x2 metros y sin baño. Lo abrazó y aprovechando que estaban muy cerca, Luis le habló bajo, muy cerca al oído. Le contó que así era la habitación de la Dgcim en la que lo obligaban a vivir.
Molly sintió la necesidad de denunciar la tortura. También sintió miedo de las represalias. No se equivocó: aunque hacer público el caso permitió que su hermano pudiera recibir la visita de su abogado, en secreto, Luis pagó por buscar justicia. “En respuesta, lo metieron al ‘ataúd’, un cuarto de tortura de 60x60 cm, tan estrecho que es imposible agacharse. Hay que estar parado y a él lo dejaron esposado con las manos en la espalda. Casi no podía respirar”, sostiene Molly.
Pudo ser peor. Según ella, las denuncias también lograron que estos atentados se detuvieran.
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La tercera visita fue en enero del 2019. A Luis lo habían cambiado de celda: a una habitación junto a 60 personas y un baño. Más tarde y a pedido, Molly le llevó botellas de agua y bolsas de plástico, donde los presos hacían sus necesidades. El día que se las entregó, ella se enteró que su hermano había conocido El tigrito y El cuarto de los locos. “En el primer lugar estuvo los cuatro primeros días después de su detención. Allí, cuatro encapuchados lo golpearon con maderas, le pasaron electricidad, lo asfixiaron con bolsas, le introdujeron polvo lacrimógeno en los ojos, restringieron sus alimentos, el baño, las visitas de familiares y la comunicación con su abogado. Luego lo presentaron frente al tribunal y él denunció la tortura. En represalia y por 32 días, lo llevaron al segundo lugar, un sitio tan oscuro que no podía verse las manos, y lo golpearon para que se declarara culpable”. Aunque se le veía pálido, recuerda Molly, por lo menos Luis ya no tenía los ojos desorbitados y había recuperado un poco de peso.
Hoy, Molly —peruana que vivió casi toda su vida en Venezuela— hace las denuncias desde Estados Unidos. No puede volver al país llanero, aunque tiene una invitación. Por la intercesión de una periodista se hizo viral en las redes sociales un video suyo contando el caso de su hermano Luis. Indignado, Hannover Guerrero, entonces director de la Dgcim y reputado torturador, habló con su mamá. La llamó mentirosa y que, para confirmar su error, la esperaba en el país. En el 2020, Guerrero fue ascendido a segundo comandante y jefe del Estado Mayor.
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El grito en el cielo
Las denuncias sobre el estado de salud del capitán de navío y preso político Luis de la Sotta han llegado hasta las más altas esferas. Su caso aparece en un informe del Consejo de Derechos Humanos de las Naciones Unides, así como en otro de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos de la Organización de Estados Americanos (OEA). Pero no ha sido suficiente. Ni siquiera ser ciudadano peruano (los De la Sotta son hijos de un matrimonio peruano que migró a Venezuela en los años 60), acusa Molly, le ha valido el apoyo de la cancillería nacional. “Me han dejado sola con el caso de mi hermano. Estamos pidiendo que exijan su liberación y repatriación al Perú. En todo este tiempo, el cónsul peruano en Venezuela ni siquiera lo ha visitado”.
Aun así, no claudica. Le es tan evidente que las acusaciones contra Luis no tienen pies ni cabeza que se escandaliza. Ella cuenta que la Dgcim lo mantiene apresado porque un teniente —que luego huyó del país— firmó una declaración en la que decía haber escuchado a De la Sotta y a otras personas hablar de una conspiración que iba a ocurrir a pocos días de los comicios presidenciales. “Pero no hay pruebas de que esa reunión sucediera. La Dgcim interpreta un testimonio como si fuera una investigación”. Eso no es lo peor. “A él y a una dirigente de la oposición venezolana los acusan de conspirar junto a Estados Unidos y Colombia para que no hubiera elecciones. Pero ella está libre”.
¿Por qué el ensañamiento con De la Sotta? Molly tiene clara la respuesta: “Es una venganza. Él denunció que su jefe, Edward Ojeda Sojo, utilizaba el personal militar para construir su casa de playa. También reclamó que le robaba comida a la tropa y lo llamó ladrón. Luego, Ojeda fue ascendido y le dieron un cargo alto”.
Luis, a pesar de que se trataba de una mala idea, no se aguantó jamás ese tipo de conductas. Antes, dice Molly, lo castigaron mandándolo por cuatro años a la frontera, luego de que denunciara corrupción en una compañía venezolana de armamento.
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Un futuro poco esperanzador
Mientras lucha por la libertad de su hermano, Molly ha conocido a personas como ella, familiares de militares que se convirtieron en presos políticos. De esas conversaciones, descubrió un patrón: en las audiencias frente a la misma jueza los acusan de traición a la patria, instigación a la rebelión e ir contra el decoro militar, lo que sea necesario para que la pena supere los 30 años. Es para asustar. Luego, los magistrados bajan la pena a entre 5 y 10 años si es que los acusados se declaran culpables. Por eso es que Luis se encuentra en el infierno de los que no dan su brazo a torcer y denuncian las torturas.
“A todos los acusan de los mismo. Pero como no tienen como culparlos legalmente, aplican estas penas anticipadas”.
En enero y tras dos años de insistencia, Molly se enteró que el Grupo de Trabajo sobre Detención Arbitraria de las Naciones Unidas tendrá en cuenta a Luis de la Sotta, y que pedirá su liberación. Pero seguramente se demorará. “Me he dado cuenta que al mundo no le importan los derechos humanos. En esa oficina trabajan ad honorem menos de diez personas que deciden sobre 193 países. Pero no importa, yo tengo paciencia”.
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