Luz María era tan fea, pero tan fea, que no inspiraba rechazo, sino ternura. Estaba tan sucia, que había algo en ella definitivamente limpio. Había vivido 39 años, parecía tener 60, y en realidad era una mujer sin edad.
Luz María residía en "El bote de 100", el vertedero de basura más grande de toda La Habana, que va desde las inmediaciones de la CUJAE (la universidad de ciencias técnicas) hasta la Avenida Boyeros.
Y algo hay que saber de los vertederos.
Primero que el tiempo, allá adentro, se come a sí mismo. Los minutos no se acumulan. Se autofagocitan. Un minuto se come a otro minuto y así. Esto, por supuesto, lo vuelve todo muy salvaje.
Lo segundo es que no hay manera de describir, si no es químicamente, los olores que allá adentro se respiran. La manera en que las partículas del hedor, las moléculas de la peste, se te pegan a las cerdas de la nariz y se cuelan en los entresijos de tu mente.
Lo tercero es que se vive, allá adentro, con alcohol en la cabeza.
Lo que se haga en el bote de basura, el pollo de cuatro días que se hierve, la malanga que se cuece, la canción que se cante, la conversación que se entable, lo que sea, se hace con alcohol en la cabeza. De otra forma no sería posible aguantarlo.
Pero el alcohol es tanto, que ya nadie se emborracha.
La ley del bote –vidas precarias, pero desenfrenadas– impone una forma muy esclava de la libertad.
Negocio para muchos
El vertedero es un negocio. De su materia prima –metales, cartones, ropas, botellas– viven cientos de personas.
Estas personas, podrían dividirse en varios conjuntos.
Los habaneros –unos cientos– que viajan diariamente hasta el lugar donde los camiones de la basura sueltan el cargamento.
Los que deciden pernoctar durante tres o cuatro días –quizás una decena–, y emprender maratónicas jornadas hasta el lugar donde los camiones de la basura sueltan el cargamento, y luego recesar.
Los orientales que, medio nómadas, hacen estancia por dos o tres meses, para luego regresarse a sus provincias y gastar el dinero acumulado.
Los que viven perennemente en las inmediaciones del bote. Luz María, un viejo llamado Chen, otro sujeto llamado Pablo, y algún que otro conocido eventual.
Ellos. Que todo lo conocen, y a quien todos conocen.
Un pasado de fábula
Pero Luz María, que todo lo sabía –a qué hora se recoge mejor la basura, cómo evadir a las autoridades, cómo sobornar, qué se vende más rápido–, no podía hablar de su pasado.
Su memoria en sí no era otra cosa que una fábula. Decía que había vivido en Varadero. Decía que había bailado en Tropicana.
Sin embargo, no sabía precisar la fecha. Ni siquiera tenía una cronología más o menos coherente armada en su cabeza para ubicar los hechos que, según ella, había vivido antes de llegar al bote.
Parecía tanta mentira, que lo más probable es que fuese pura verdad.
Cuando le pregunté en qué año estábamos, Luz María no me supo decir, y entonces decidí creerle cada palabra que saliera de la caverna oscura, tremebunda y áspera que era su boca.
Un filamento de mujer Luz María, un muñón toda ella.
Una casa de retazos
Su casa estaba compuesta por tablones, sacos, tapas plásticas de puestos de basura, poliespuma, retazos de los más distintos materiales. Sus objetos, sus adornos, eran sacados de la basura. No había orden ni método. Solo un afán desmedido por acumular desechos. Quizás para sentirse así, la propia Luz María, menos desecho.
Tenía flores plásticas, y muñecos de biscuits. Había moscas, había una volanda del Papa Juan Pablo II, y cada cosa que uno tocaba parecía adherirse a la piel. Es el punto en que tanto churre se vuelve pegajoso.
También descansaba en un estante, rodeada de aquella inmundicia, una revista de modas, con la cara límpida y aséptica de una rubia despampanante sonriendo en la rutilante portada rosa.
Cierto que era persona
Ha pasado un año de que la visitara, y ya Luz María ha muerto. Comentan que de algún tipo de infección vaginal.
Los habitantes del bote se han mudado a otro sitio, y en la zona donde vivía Luz María, crece la maleza tupida.
En su momento, casi todo hombre que pasara por allí, tenía sexo –o lo que fuera– con ella. Que era lo más cercano que había a una mujer.
No es que la violaran. Es que simplemente copulaban, como animales.
Pero decir que Luz María no era una persona, o que era un objeto o una bestia, es decir algo falso.
Cierto que su barriga parecía un cuero hinchado.
Cierto que la costra que la cubría era tan dura que parecía tener dos pieles.
Cierto que su ombligo era gordo y que sobresalía, como un interruptor de la pobreza.
Cierto que un perro sarnoso le lamía los pies.
Cierto que muchas veces comía sobras. O que comía cada tres o cuatro días. O que no comía en absoluto.
Cierto que su voz sonaba como la bisagra de un portón oxidado.
Pero siempre, cada vez que podía, con un creyón azul muy pálido, Luz María se pintaba la línea temblorosa de sus labios y las bolsas rugosas debajo de sus cejas.
Carlos M. Álvarez es un periodista cubano que escribe una columna semanal para el sitio OnCuba. También ha colaborado con revistas latinoamericanas como Malpensante y Gatopardo.