Semanas atrás, mientras acompañaba a un grupo de valientes indígenas brasileños que buscaban probables señales de vida de Dom Phillips y Bruno Pereira, en el Valle del Yavarí, el periodista peruano Guillermo Galdós, corresponsal de Channel 4 de Londres, se topó con lo que hasta hace unos meses era un puesto de control de la Policía Nacional del Perú, en la orilla del río Yavarí, en la frontera entre los dos países. Solo quedaban enseres rotos y maderas quemadas, todo lo demás había sido destruido.
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Hasta fines de enero, allí había una comisaría rústica, policías y armas. Pero una turba de 20 personas ingresó a la fuerza, atacó a los agentes peruanos (cuatro resultaron heridos de bala) y, antes de escapar por una selva que dominan a sus anchas, sustrajeron ocho fusiles y abundantes municiones. Días después, regresaron al puesto, ya abandonado, y prendieron fuego a lo poco que quedaba en pie.
No es la primera vez que el lado peruano de la frontera con Brasil, ese “agujero negro” como lo llamó Galdós en su reportaje, es escenario de la violencia de los grupos armados que merodean en toda esa línea de frontera. En octubre del 2017, cinco hombres ingresaron al puesto policial de San Fernando-Río Yavarí, redujeron y amarraron a cuatro agentes, y se llevaron dos fusiles y una pistola. Nunca se supo quiénes fueron, pero resultaba obvio.
Dos años antes, en el 2015, la Defensoría del Pueblo había alertado sobre la dramática situación en que se encontraban los 20 puestos policiales en la frontera con Brasil y Colombia (16 en la cuenca del río Putumayo y cuatro en el río Yavarí).
“Requieren una infraestructura adecuada, la asignación del número de personal requerido, así como la dotación de logística y equipos de comunicación necesarios para realizar los patrullajes fluviales en dicha jurisdicción, que presenta una situación de alta inseguridad. La misma que se agrava ante el desarrollo de actividades como tráfico de drogas, tala ilegal de recursos forestales maderables e, incluso, actividades de minería ilegal”, decía el reporte.
El diagnóstico era certero y la alarma tenía sustento. Cinco años antes, en junio del 2010, el suboficial Erick Iván Vega Príncipe, de la Policía Antidrogas, murió de un balazo en la cabeza cuando su patrulla fue atacada mientras navegaba por el río Yavarí, rumbo a un operativo en la quebrada Sacambú. Era una guerra declarada.
Frontera abierta
“El bosque, por su naturaleza, siempre fue un espacio privilegiado para el tráfico debido a que se puede camuflar la droga más fácilmente que en otros ambientes”, comentó recientemente Aiala Colares, investigador de ONG Foro Brasileño de Seguridad Pública, en una entrevista a la agencia de noticias France-Presse.
En los últimos años, Brasil se convirtió en el segundo mayor consumidor de cocaína en el mundo, solo después de Estados Unidos. Según reportes de la Policía Federal, alrededor de un millón y medio de personas adquieren esta droga en las calles de ese país, entre otras cosas por su bajo precio. Tener más de 10 mil kilómetros de frontera con los tres países que la producen –Colombia, el Perú y Bolivia– y una inmensa red de bosques permite que el traslado sea rápido, barato y poco riesgoso para los traficantes.
Esa mayor demanda exigió aumentar la oferta, y el narcotráfico fronterizo amplió sus territorios. Según agentes de inteligencia de las Fuerzas Armadas del Perú, que vigilan y estudian esa zona, la dinámica está claramente establecida: traficantes colombianos cruzan la frontera hacia el lado peruano, donde se siembra la hoja de coca, y producen la cocaína en lugares que se conocen como ‘fincas’. Esta droga surca los ríos Putumayo y Yavarí y va penetrando el grueso mapa brasileño hasta llegar a las grandes ciudades.
Uno de los puntos de acceso de la droga a Brasil es la localidad de Tabatinga. Allí, el 11 de febrero del 2020, el policía peruano Anthony Santillán, que antes había trabajado en la Dirección Antidrogas de Iquitos (Loreto), almorzaba con su familia cuando un sicario ingresó y lo mató de un disparo en la cabeza . Así son los ajustes de cuentas en esa incontrolable frontera.