Esta organización controla buena parte de las prisiones de Brasil, y cada vez que hay una revuelta dejan claro quién manda en el respectivo penal. (Foto:  AFP)
Esta organización controla buena parte de las prisiones de Brasil, y cada vez que hay una revuelta dejan claro quién manda en el respectivo penal. (Foto: AFP)
Redacción EC

El llamado robo del siglo en comenzó en la madrugada del 24 de abril del año 2017, cuando unos 60 bandidos armados salieron de la parte trasera de un camión de carga en la oficina principal de Prosegur, una compañía de autos blindados en Ciudad del Este.

Los ladrones se dividieron en equipos de 12 hombres, con diez ‘soldados’ y dos francotiradores por escuadrón. Estas unidades aseguraron el perímetro del edificio, logrando bloquear la entrada de la policía a toda la cuadra.

Otro equipo de asaltantes instaló cañones antiaéreos para derribar cualquier helicóptero que se acercara al lugar. Luego llegaron los expertos en explosivos: cada uno con una carga de tres kilos de C4. Las bombas fueron ubicadas por fuera de la bóveda central de Prosegur, la cual supuestamente contenía 100 millones de dólares en efectivo. Cinco bombas fueron detonadas y demolieron la fachada del edificio de Prosegur, además de dañar la bóveda.

Mientras que los guardias se arrastraban desesperadamente por el piso intentando escapar, los atacantes sacaron varias bolsas llenas de billetes, se subieron a tres vehículos blindados y huyeron, cubiertos por el fuego de los francotiradores.

Testigos reportaron que una caravana de hombres enmascarados que hablaban en portugués fueron vistos por última vez en lanchas de motor en el río Paraná, con rumbo a Brasil. Su botín: 11,7 millones de dólares.

Este ataque, a lo Hollywood, fue tan solo la más reciente manifestación de uno de los retos de seguridad y política pública más complejos de América Latina. En los últimos 25 años, el Primer Comando de la Capital, o PCC, pasó de ser un grupo de presos que buscaban tener un mejor trato en las cárceles brasileñas a una mafia multinacional. Su imperio criminal incluye el tráfico de cocaína, el secuestro por rescates, robos a cajeros automáticos y asaltos a gran escala a negocios y bancos, incluyendo el ataque en Ciudad del Este.

Durante todo esto, el PCC ha alternado entre momentos de violencia extrema y años de dominio tranquilo en los que el grupo ha extendido su control sobre las prisiones brasileñas. Pero, más grave aún, ya ha comenzado a adentrarse en los penales paraguayos y bolivianos. Es decir, está en fase de expansión regional.

¿Qué hacer frente a este problema? La respuesta no es sencilla. “El PCC es una organización tan grande que si intentas eliminarla, vas a crear una cantidad enorme de violencia”, similar a lo que se ha visto en México desde el 2007, dice Graham Denyer Willis, un experto en crimen organizado que trabaja en la Universidad de Cambridge. “Miles de personas serían asesinadas”, asegura.

Pero el ‘statu quo’ es, sin duda, una pesadilla también. Tan solo en el 2017, el PCC estuvo involucrado en las fatales revueltas en las cárceles de Brasil que terminaron en 150 muertos, envíos masivos de cocaína de Paraguay a Brasil y una epidemia de robos de mercancías que les han costado a las compañías brasileñas más de 2.000 millones de dólares desde el comienzo de esta década.

Y, para completar, ya hay indicios de que tienen en la mira a Argentina y Uruguay y de que los reclutadores del PCC ahora están buscando convertir a exguerrilleros de las Farc en discípulos de su grupo.

No es un cartel de simples sicarios. El PCC ha cultivado una red de políticos aliados dentro de Brasil, y se ha reportado que ha usado bancos en China y Estados Unidos para proteger sus ganancias. Como respuesta, los gobiernos suramericanos están compartiendo alguna información y personal policial, pero no lo suficiente, dicen los críticos. “La colaboración con nuestros vecinos es prácticamente nula, y eso es absurdo”, se queja Sérgio ‘Major’ Olímpio, un congresista brasileño y exoficial de la policía determinado a acabar con el PCC.

Su origen y su alimento

Viajé a São Paulo para entender mejor cómo un grupo de presos, muchos de ellos en cárceles de máxima seguridad, pudieron organizar un imperio tan grande. Comencé visitando el penal estatal de Carandiru, donde, en 1993, once prisioneros fueron masacrados por guardias carcelarios y miles más fueron torturados. Fue aquí cuando se formó el PCC: esta siniestra organización criminal nació de una revuelta justa contra el abuso de las autoridades.

El PCC (que también fue conocido como el Partido del Crimen en sus primeros años) prometió crear un frente unido contra el sistema penitenciario y comenzar una guerra contra el Estado brasileño. El grupo escogió como su logo el yin-yang chino, que usó para representar el balance entre la paz y la violencia necesarias para sobrevivir.

La estructura y el ‘modus operandi’ del PCC son sofisticados. “Este es un grupo atrevido, con una administración de estilo MBA y el tipo de determinación que tan solo poseen aquellos que están metidos de lleno en odiar el sistema”, dice Rafael Saliés, director de las operaciones en Brasil de Southern Pulse, una agencia de asesoría en seguridad.

Saliés describe al PCC como una organización descentralizada y con códigos estrictos de disciplina, que funciona más como una franquicia que como una jerarquía vertical. “Son lo más cercano a un gobierno”, dice. Con el paso de los años, el PCC se ha beneficiado del rápido crecimiento de la población de las cárceles brasileñas producido tras la implementación de las leyes antidrogas prohibicionistas, aprobadas en el 2006.

Entre el 2008 y el 2014, la población de las cárceles de Brasil aumentó en un tercio. El sistema penitenciario nacional cuenta ahora con aproximadamente 700.000 presos, lo que deja a Brasil con la cuarta población carcelaria más grande del mundo. El sistema atiende el doble de su capacidad prevista, y muchas veces hay hasta 50 reclusos por celda. Casi un tercio de los prisioneros están allí acusados de crímenes relacionados con las drogas.

Disciplina y beneficios

Actualmente, el PCC les impone una disciplina férrea a todos los prisioneros, quienes deben pagar ‘cuotas sindicales’ mensuales que van desde los 30 hasta los 200 dólares. Si el prisionero no puede pagar, adquiere una deuda que debe cancelar una vez vuelva a salir a la calle, lo que usualmente logra cometiendo crímenes. Se espera que los miembros le donen a la organización central una porción de los botines de los asaltos bancarios y los rescates pagados por secuestros. A cambio, los miembros del ‘sindicato’ reciben una serie de protecciones y garantías más o menos sofisticadas.

Por una parte, son menos propensos a ser víctimas de abuso de los guardias. Las agresiones sexuales (que eran generalizadas) prácticamente han sido eliminadas en el sistema penitenciario de São Paulo. A los prisioneros se les prohíbe fumar crac, pero se les permite ser abiertamente homosexuales. Los beneficios sindicales también incluyen fondos para abogados, transporte para familiares (o amantes) que quieran visitarlos y regalos de Navidad para niños.

Los miembros del PCC gozan también de un sistema de educación continuada con un currículo único, con clases sobre asaltos de automóviles blindados o sobre cuál es la mejor manera de hacer explotar un cajero automático sin que los billetes terminen convertidos en confeti. Y los miembros que mueren en actos violentos tienen la garantía de que sus gastos fúnebres serán cubiertos.

El PCC tiene tres tipos de castigos: “Una advertencia, una paliza y una fractura”, que usualmente es en una o ambas piernas, dice un periodista que investiga crímenes en São Paulo y pidió permanecer anónimo por temor a represalias.

“Los crímenes sexuales siempre reciben una sentencia de muerte –agrega, haciendo referencia a la reciente ejecución llevada a cabo por el PCC de un sacerdote que presuntamente había abusado de menores de edad–. Su lema es ‘Paz, justicia y libertad’. Pero, en la práctica, lo que garantiza la paz es la violencia.

Expansión internacional

El PCC se ha convertido en el actor más poderoso del multimillonario mercado de la cocaína en Brasil, que ahora es el segundo más grande del mundo, solo detrás de Estados Unidos. Pero las ambiciones del grupo son evidentemente más grandes.

Aunque una vez fue conocido como un grupo que revendía drogas en ‘boca de fumo’ (fumaderos), en los últimos dos años el PCC ha consolidado su control sobre áreas claves, incluyendo la frontera entre Brasil y Paraguay, cerca de Ciudad del Este. Originalmente, el PCC compraba cocaína al por mayor y la distribuía dentro de Brasil, pero ahora ha comenzado a hacer tratos directamente con productores de cocaína en Bolivia y Perú, y se ha convertido en parte de la cadena de suministro.

Para eliminar a la competencia en la frontera con Paraguay, el grupo usó una ametralladora calibre .50 dentro de una camioneta para emboscar a un rival: una potencia de fuego que usualmente solo se ve en zonas de guerra. Con el control sobre la frontera con Paraguay ya establecido, el PCC ahora está progresando en la toma del poder dentro del sistema penitenciario paraguayo.

“En nuestro país, PCC es sinónimo de violencia y sangre”, dice Francisco González, un guardia carcelario en Paraguay que trabaja con la unidad de inteligencia. “Son extremadamente violentos. Antes tenían muchos enemigos, pero los han venido matando sistemáticamente, y sumando (a los sobrevivientes) a sus filas”. Es su método.

“El PCC maneja mucho dinero aquí –cuenta un recluso de 28 años dentro de la cárcel de Tacumbú, en Asunción, Paraguay–. Para tomar el control de la cárcel mataron a muchos. Yo casi muero, y mi amigo fue asesinado. Pero a ellos nada les pasó (a los miembros del PCC), porque son quienes manejan a los guardias y quienes administran la cárcel”.

Alejo Vera, un fiscal paraguayo que trabaja en casos de terrorismo y de secuestro, lo confirma: está claro hace rato que “miembros del PCC están migrando a nuestro país”. La mayoría de ellos son criminales que escaparon de cárceles brasileñas y pasaron la frontera. Solo su unidad ha arrestado a 30 miembros del PCC en los últimos dos años, dice Vera, quien confiesa que, aunque realizan operaciones conjuntas con la policía brasileña, las autoridades paraguayas se sienten desbordadas por estos criminales extranjeros.

Operaciones conjuntas

Las autoridades bolivianas también están preocupadas y estiman que, en la frontera con Brasil, la presencia del PCC es de unos 1.500 miembros. Eduardo Gamarra, un profesor de ciencia política y experto en cárceles de la Universidad Internacional de Florida, cree que el verdadero número es más alto.

Desde julio del 2017, la policía nacional brasileña comenzó a ubicar a oficiales de alto rango en ciudades de Bolivia claves para monitorear la expansión del PCC y coordinar las operaciones con sus contrapartes de ese país. Un tiroteo y asalto en julio del 2017, liderado por criminales brasileños, dejó cinco muertos en la ciudad de Santa Cruz y llevó al Gobierno brasileño a responder a las ya antiguas preocupaciones de los comandantes de policía bolivianos que venían monitoreando los movimientos de esta mafia transnacional. “Estamos en contacto permanente con las autoridades brasileñas”, afirma Abel de la Barra, el comandante nacional de la policía boliviana.

Pero el hecho es que, debido a la ausencia de grandes carteles o pandillas que dominen el mundo del crimen organizado en Bolivia, Paraguay, Argentina, Uruguay y Chile, algunos analistas ven una oportunidad de expansión para el PCC y un riesgo para todo esta parte de la región.

Márcio Christino, un fiscal en São Paulo que ha escrito dos libros sobre el PCC, está de acuerdo: “El PCC está en Brasil, Bolivia, Paraguay y está entrando a Uruguay y a Argentina. Van en esa dirección. Hay un vacío, y se van a expandir y a expandir. Y van a dominar”.

No hay una solución mágica

Algunos políticos brasileños dicen que la mejor manera de frenar el crecimiento del PCC es aceptar su presencia y llegar a un acuerdo o a una suerte de armisticio. Es una decisión que no es fácil de tomar, pero se basa en los intentos recientes de desmantelar el PCC. Las confrontaciones previas con este grupo han producido un derrame de sangre extremo. Un levantamiento del grupo en mayo del 2006 llevó a que São Paulo virtualmente parara dos días, mientras pistoleros de la pandilla cometían crímenes por toda la ciudad y asesinaban a unos 50 policías y guardias carcelarios.

El gobierno de São Paulo se vio obligado a comenzar negociaciones directamente con el líder del PCC, un legendario asaltante de bancos llamado Marcola, para que terminara el cerco. Muchos analistas políticos en Brasil sugieren que Marcola y Geraldo Alckmin, el gobernador de São Paulo, negociaron un acuerdo que dejó a São Paulo en paz y al PCC en el poder.

Algunos sugieren que el mismo gobierno de São Paulo depende ahora del PCC para dictar sentencias y dar órdenes que eran típicamente responsabilidades claves del estado. “El estado de São Paulo tiene poco dinero y aún menos voluntad. Y el PCC le confiere cierto orden al sistema penitenciario que evita que haya revueltas en las cárceles, por lo menos la mayoría del tiempo, cuando no son ellos mismos quienes los causan”, dice Saliés. “Creo que prefieren contar (con el PCC) que no contar con ellos”, remata.

Pero este enfoque tiene su precio. Christino, el fiscal de São Paulo que ha pasado más de 20 años investigando a la pandilla, anota: “Hablan de la paz, pero ¿quién asesina en las cárceles? El 90 por ciento de los homicidios de prisioneros son cometidos por el PCC”, dijo Christino, quien escribió ‘Ríos de sangre’ (noviembre del 2017), una historia del PCC. Eso, para no hablar de los ajustes de cuentas y otros crímenes en las calles.

La gente está harta

Y mientras que el Estado no puede o no quiere enfrentarse al PCC, los ciudadanos están creando milicias de vigilancia y grupos de WhatsApp en los que claman por una brutal mano dura contra los criminales. Hay peticiones públicas de “exterminar” y “limpiar” los elementos criminales que se publican regularmente en páginas de Facebook y celebran la muerte de reclusos.

El secretario nacional de la Juventud, Bruno Julio, llegó a decir que “debería haber más matanzas”, que “debería haber una masacre cada semana” para eliminar así a todos los sospechosos de ser criminales. Aunque fue obligado a renunciar en enero del 2017, Julio fue aclamado en Facebook como un héroe.

Los científicos sociales tienden a estar de acuerdo en que el único camino para hacerle frente al PCC es un ataque a gran escala contra el tipo de exclusión social que hace que millones de brasileños y suramericanos de otros países vivan precariamente, con acceso limitado al agua potable, a la educación básica y al empleo. “El PCC nació porque el sistema político ha dejado a muchas personas en un estado de abandono, así que tuvieron que buscar otro tipo de soluciones –sostiene Willis, el experto de Cambridge–. No es una cuestión de capacidad o de recursos. Es una cuestión de voluntad política”. Pero, con una tasa de homicidios y asaltos por los cielos, muchos brasileños están frustrados por lo que perciben como la impunidad del PCC y de otros grupos criminales.

Después de dejar la cárcel de Carandiru, que ahora es un museo, me subí a un taxi y mencioné lo impactante que había sido leer acerca de la masacre de más de 100 prisioneros a manos de los guardias que había ocurrido hace varios años. El taxista me miró y me dijo: “Masacre para algunos, limpieza para otros”. Era una petición pública de exterminar a los criminales organizados que ahora gobiernan São Paulo, una petición que escuché varias veces durante mi estadía en la ciudad.

Pocas de las personas con quienes hablé y que proponen esto pensaban que sería efectivo para vencer al PCC, pero la idea de que fueran sacrificados como en un matadero parecía que calmaría una sed de justicia a la que no le importa el precio.

“Desde las primeras manifestaciones del PCC, las autoridades han estado intentando destruirlo –señala la antropóloga social Karina Biondi–. Pero los remedios que se usan contra el PCC son exactamente los que lo hacen crecer: más encarcelamiento, sentencias más largas, un recrudecimiento del trato a los prisioneros, mayores restricciones, transferencias y aislamiento de los supuestos líderes”.

“El Estado no tiene la capacidad de hacer cumplir nada en las cárceles –dice el profesor Eduardo Gamarra–. Lo más fácil, de hecho, es dejar que los prisioneros dirijan la cárcel. Por eso se puede conseguir cualquier cosa adentro, se convierte en una economía paralela, un todo paralelo. ¿Quieres drogas? Tienes drogas. ¿Quieres un nuevo televisor? He estado en cárceles en América Latina en las que los prisioneros tienen de todo, desde prostitutas hasta televisión por cable”.

“No hay una varita mágica que solucione esto, porque los problemas son profundamente estructurales –continúa el experto–. El problema es si realmente tienes los recursos para cambiar las estructuras de estas favelas. Porque si no es así, siempre vas a tener el problema de este mecanismo de reclutamiento permanente (y casi que automático). Realmente es una competencia por la fuerza de trabajo. Si no les ofreces a estos tipos una alternativa, van a terminar ahí. Creo que yo también sería un miembro del PCC si solo hubiera tenido esas oportunidades”.

Fuente: El Tiempo, GDA

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