Yemen. Rebeldes hutíes inspeccionan este terreno luego de un bombardeo de la coalición internacional liderada por Arabia Saudí. El blanco era el palacio presidencial en la capital Saná. (Foto: AFP)
Yemen. Rebeldes hutíes inspeccionan este terreno luego de un bombardeo de la coalición internacional liderada por Arabia Saudí. El blanco era el palacio presidencial en la capital Saná. (Foto: AFP)
Virginia Rosas

Un almuerzo en el Palacio del Elíseo, el 11 de noviembre, para conmemorar el armisticio de la Primera Guerra Mundial fue la ocasión perfecta para que los presidentes y jefes de Gobierno allí reunidos– Donald Trump, Emmanuel Macron, Vladimir Putin, Angela Merkel y el secretario general de la ONU, Antonio Guterres– hablaran de otra guerra. Una bien actual, la de , que –según palabras del propio Guterres– se ha convertido en la mayor catástrofe humanitaria del siglo XXI.

Curiosa imagen la de los dirigentes más poderosos del mundo comiendo alegremente en los lujosos salones del palacio presidencial francés, mientras conversan sobre los yemeníes, habitantes del país más pobre del mundo árabe, que dependen casi exclusivamente de la ayuda humanitaria para alimentarse y que son protagonistas de una guerra olvidada, que enfrenta a Arabia Saudita –que apoya al gobierno regular– con Irán –que abastece a los insurgentes hutíes– por la hegemonía en la región.

En principio, este sería el momento para sentarlos a la mesa de negociaciones, ya que la reputación de Arabia Saudita quedó seriamente dañada por el Caso Khashoggi, e Irán atraviesa grandes dificultades por el endurecimiento de las sanciones económicas. Pero el almuerzo no sirvió para tomar ninguna decisión, aunque se esbozó la posibilidad de un diálogo entre bambalinas durante la reunión del G-20, que se realizará a fines de este mes.

Ante la presión de su propio Congreso, el presidente Trump –hasta ahora reticente a llamarle la atención al régimen saudita, que le sirve de pantalla para neutralizar a Irán y que, además, le compra miles de millones en armas a Washington– conminó a los sauditas y a sus aliados emiratíes a poner fin a los combates y a propiciar el inicio de diálogos de paz en el plazo de 30 días. Por eso Riad ha multiplicado los bombardeos aéreos sobre Hodeidah, el único puerto que abastece actualmente al país.

Lo cierto es que la posición de Washington es ambigua. Por un lado, reclama negociaciones y, por el otro, está intentando colocar a los hutíes en la lista de movimientos terroristas, con lo que se impedirían las negociaciones. Hasta el momento, ni EE.UU. ni sus aliados en logística e inteligencia –Gran Bretaña y Francia– han reclamado una investigación sobre los bombardeos contra la población civil.

Lo que probablemente decida el destino de los yemeníes es que el Departamento de Estado norteamericano duda cada vez más de que esta guerra –en la que Riad se enfrascó desde el 2015– sirva realmente para impedir la influencia iraní en la región. Tiene un costo demasiado alto, está dejando un país completamente destruido y parece dejar imperturbable a Teherán. Sin mencionar la hambruna que amenaza diezmar a la población.

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