José Francisco Rodríguez, zapatero desde hace 46 años, posa para la foto en su taller de reparación de calzado en Caraca.
José Francisco Rodríguez, zapatero desde hace 46 años, posa para la foto en su taller de reparación de calzado en Caraca.
/ AP /Ariana Cubillos
Agencia AP

Son pocos los cuya vida no se ha visto afectada por la migración en la última década, cuando más de 7 millones de personas abandonaron el país en medio de una crisis política, económica y humanitaria que abarca la totalidad del gobierno de Nicolás Maduro.

Han pasado 10 años desde el 5 de marzo de 2013, cuando los venezolanos se enteraron de la muerte del presidente Hugo Chávez y la juramentación de su sucesor elegido, Maduro. En ese lapso, la caída de los precios del petróleo combinada con el desgobierno ha provocado el derrumbe de la economía, arrastrando a mucha gente a la pobreza, el hambre, la enfermedad, la delincuencia y la desesperación.

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A medida que la gente sigue emigrando, principalmente a otros países latinoamericanos, crece la división entre “los que se quedaron” y “los que se fueron”.

La división se refleja en la política. Los oponentes al gobierno de Maduro hablan con frecuencia sobre la diáspora —el término preferido para referirse a la migración— y las razones de su partida, mientras el presidente y sus aliados prefieren destacar el espíritu emprendedor de quienes se quedan.

También se refleja en lo social. La gente añora esas reuniones de fin de semana en torno a una parrilla con seres queridos que ahora están lejos, o deploran los cumpleaños, graduaciones o funerales a los que no han podido asistir.

Estos son algunas historias de se quedaron o se fueron:

LOS QUE SE QUEDARON

José Francisco Rodríguez ha sido zapatero desde hace 46 años en Caracas, remendando borceguíes de obreros, agregando plantillas a calzado deportivo o cubriendo zapatos de novia con tela delicada.

A diferencia de otros negocios, el suyo ha conservado su clientela durante toda la crisis, cuando los precios de toda clase bienes se fueron a las nubes.

“Ahorita con la situación, la gente para comprar un zapato nuevo ya es un poco más difícil”, expresa Rodríguez, de 71 años. “Entonces la gente prefiere mandarlos a reparar”.

Rodríguez dice que tiene “fe en Venezuela” y que jamás se iría, aunque reconoce que puede tomar esa decisión porque tiene un negocio bien establecido. Tiene muchas esperanzas para el futuro del país, pero reconoce que dependen de un repunte de la producción de petróleo y el regreso de las petroleras extranjeras.

Una de sus hijas, que no comparte su optimismo, emigró a Chile con sus hijas en 2018. Las echa de menos, pero las remesas que envía resultaron cruciales cuando él enfermó de COVID-19 y acumuló un gasto médico de al menos 3.000 dólares: unas 50 veces el salario mínimo anual.

Muchos de sus clientes tampoco creen tener futuro en Venezuela. A mediados de febrero, regaló 70 pares de zapatos abandonados hace mucho por sus clientes.

“Se van”, dijo Rodríguez, “y se olvidaron de los zapatos”.


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Iraida Piñero nunca ha alzado a su nieta de dos años.

Su única hija se fue de Venezuela hace seis años y dio a luz en Colombia. Imposibilitada de viajar, la abuela sólo ha visto por video como crecía la niña desde recién nacida y que ahora empieza a caminar.

La ausencia de su hija, su nieta y su nieto de 11 años ha provocado en ella una mezcla de tristeza, gratitud y miedo. Busca fuerza en la oración.

Piñero, de 53 años, gana unos 5 dólares por mes, más algunos adicionales por asear en un hospital público en Caracas. No alcanza ni de lejos para alimentar a una familia de cuatro por un día.

Las remesas de su hija, que vende empanadas venezolanas, la mantienen a flote. Sin esa clase de ayuda, la gente tiene dificultades para comprar lo básico.

“Estamos pasando por una situación muy difícil, demasiado difícil”, afirma.

Pero antes que partir, como le sugiere su hija, prefiere esperar a que Venezuela sea como hace 15 o 20 años.

“Mi nieto quiere regresar... Y yo quiero a mi hija aquí otra vez conmigo y con mis nietos”, expresa.

César Sandoval, conductor de taxi, posa con su auto en Caracas.
César Sandoval, conductor de taxi, posa con su auto en Caracas.
/ AP/Ariana Cubillos

Los días en que directivos de las petroleras, trabajadores de clase media y turistas constantemente paraban taxis o mototaxis para viajar por Caracas han quedado muy atrás, pero César Sandoval, que creció en un barrio empobrecido, entró el negocio y no ha mirado atrás.

Sandoval, de 28 años, empezó ofreciendo viajes en moto y ahorró hasta que con eso y la venta de la moto pudo comprar un auto usado. Ahora tiene dos autos.

Cada día sale a la calle y trabaja pensando en su esposa y tres niños. “Son mi motor”, explica Sandoval, parado junto a su Fiat rojo, medio oxidado, de un modelo alrededor del 2000.

Varios de sus colegas y amigos se han ido del país porque “se quieren superar... vivir mejor”.

Sandoval no les reprocha que se hayan ido, pero esa decisión no es para él. No concibe separarse de su familia ni soportar la hostilidad que han padecido muchos migrantes venezolanos en el exterior.

“No me quisiera ir a otro país donde me estén humillando”, agrega. “Si nací aquí, me muero aquí”.

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Como millones de compatriotas, Luzmilla Arrechedera, de 53 años, pasó horas incontables en filas largas cuando la escasez aguda era lo habitual. Evitaba el hambre comiendo mandioca, plátano y mango.

También conoce la angustia: su único hijo fue asesinado durante un robo hace siete años y dos de sus tres nietos se fueron a España con su madre.

Con todo, Arrechedera agradece a Dios cada mañana al despertar y trata de no obsesionarse con el pasado. “¿Qué voy a yo ganar llorando porque se murió?”

El salón de belleza caraqueño donde se gana la vida como estilista se ha convertido en su refugio y una suerte de familia sustituta.

“Aquí nosotras echamos broma, aquí lloramos”, dice. “Somos como hermanas todas. Nos queremos mucho”.

Arrechedera espera algún día visitar a sus nietos, pero su sueldo apenas le alcanza para comprar comida, pagar las cuentas y un gusto adicional, como un helado o un par de pantalones.

Si se fuera de Venezuela, Arrechedera teme no poder conseguir trabajo debido a su edad. Por eso se queda.

“(Es) duro, pero sobrevivo”, dice en el salón. “Y gracias a Dios que aquí todavía tenemos clientes, no como antes, pero tenemos”.

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Algunos amigos de Jorge Montaño le preguntan por qué no se va a Colombia, donde podría ganar más dinero que en Caracas, pero otros han dicho que allá nadie le dará un plato de comida aunque lo necesite.

El empleado de una optometría prefirió seguir este último consejo.

“Para yo pasar trabajo en otro lado, paso trabajo en mi país”, manifiesta Montaño, de 51 años, quien vive en un apartamento con su madre y tres hermanos.

Montaño dice que ama Venezuela y que sabe que los venezolanos viven mejor que la gente en otros países.

Sin embargo, ahora compra menos alimentos que antes de la crisis —generalmente lo fundamental, azúcar y harina, nunca carne— a medida que los precios siguen aumentando. Ha perdido clientes y visto el cierre de muchos negocios.

Un amigo de la infancia se fue a Perú. Con lágrimas en los ojos, Montaño dice que murió allá.

“Nunca regresó”, agrega Montaño.

LOS QUE SE FUERON

Lorena García trabajó durante años en una ONG en la ciudad de Valencia que promovía una transición democrática desde el gobierno de Chávez y luego el de Maduro. El cambio no se produjo y en 2015 se mudó al sur de Florida tras ganar la lotería de la visa para Estados Unidos.

“Quería tener oportunidades que yo sabía no las iba a tener” en Venezuela, expresa la mujer de 47 años.

García, que emigró sola, dice que Estados Unidos se ha convertido en su hogar y que ya no echa de menos a nadie de su país natal. Tiene una licenciatura en Ingeniería Mecánica, pero ahora trabaja como agente de bienes raíces. Como residente legal, pudo traer a sus padres a Florida.

“Estoy tan agradecida a este país”, dice en su casa en Doral, una pequeña ciudad cerca de Miami a la que muchos llaman “Doralzuela” debido a la gran comunidad venezolana. “Me siento siempre incluida”.

De haber permanecido en Venezuela, añade García, habría sufrido una regresión profesional, frustración y desesperanza. Dice que sólo pensaría en la posibilidad de regresar si se produjera un “cambio drástico político”.

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La inflación galopante y la carestía generalizada impulsaron al mecánico Christian Salazar a dejar en 2018 la ciudad de Puerto Ordaz, en el este del país, para irse a Perú. Se instaló en un barrio en las afueras de Lima y consiguió un trabajo con un salario mejor.

Pero la vida ha sido dura. El salario mínimo es de unos 269 dólares mensuales y Salazar, de 35 años, gasta buena parte de lo que gana reparando autos en el alquiler y los servicios públicos.

“El sueldo mínimo aquí en Perú... no es para un venezolano vivir de manera digna, porque los costos de los alquileres y de la cesta básica, prácticamente abarca casi todo eso”, afirma.

Salazar se separó de su esposa antes de emigrar y dejó tres hijos adolescentes. Ahora tiene una nueva compañera y un hijo de 3 años con ella y gracias a ellos la vida en Perú es “más llevadera”.

Habla con los adolescentes en Venezuela todas las noches después de trabajar, pero dice que no hay un vínculo de padre con hijos.

“Quería darle bienestar a mis hijos”, agrega, y se le quiebra la voz.

La venezolana Flor Peña posa en su lugar de trabajo en un restaurante venezolano en Ciudad de México.
La venezolana Flor Peña posa en su lugar de trabajo en un restaurante venezolano en Ciudad de México.
/ AP/Fernando Llano

Flor Peña, de 39 años, decidió partir cuando su padre murió de un ataque cardíaco después de ser rechazado por cuatro hospitales públicos atestados. Con su esposo y sus dos hijos se fueron a Perú en 2017.

Peña, que era ingeniera de Seguridad Industrial en Venezuela, pasó años vendiendo comida en las calles de Lima, aseando casas, cuidando a un hombre mayor y ayudando a compatriotas con los trámites de migración y remesas.

Los niños sufrían acoso en la escuela por ser venezolanos y en 2021 la familia se mudó a Ciudad de México para comenzar otra vez de cero. Ahora trabaja como cocinera y mesera en un restaurante de comida venezolana y tiene una vida mejor y más estable.

“La tranquilidad no tiene precio”, señala Peña. “Que tus hijos vayan al parque y estén tranquilos, que vayan al colegio. Allá (en Venezuela) tú estás con la zozobra de que te roben el teléfono. Aquí es otra cosa”.

Peña echa de menos a su madre y hermanas menores que aún viven en Caracas y siente una gran nostalgia por las playas venezolanas, pero no regresará mientras no haya un cambio de gobierno.

La migración ha sido dura y sus hijos le dan fuerzas.

“Quiero que mis hijos estén donde estén las oportunidades”, dice Peña.

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Ali Mora no quería irse, ni siquiera cuando su salario de trabajador de hospital ya no alcanzaba para comprar comida, cuando veía a sus sobrinos perder peso, incluso cuando revolvía la basura de verdulerías y carnicerías en busca de algo que comer.

“Nunca tuve ese ánimo de salir de mi país, así yo me estuviera muriendo de hambre”, afirma Mora, de 32 años.

Pero ante la insistencia de su madre, en 2018 fue a vivir con una hermana en Ecuador, donde trabajó en la construcción y vendiendo fruta en las calles de Quito. Ahora está casado y tiene un hijo.

Como muchas familias venezolanas, la suya está repartida por todo el continente. Su madre vive en Ecuador, su padre permanece en Venezuela y su otra hermana está en Estados Unidos.

Mora, actualmente desempleado, trató de ir a Estados Unidos el año pasado, pero sólo llegó hasta el Tapón del Darién, un tramo selvático entre Colombia y Panamá donde muchos migrantes mueren o desaparecen. Dice que iba a acometer la travesía cuando las autoridades bloquearon el acceso debido a la visita de un dignatario extranjero y dijeron “que no iban a pasar más venezolanos”.

Entonces regresó a Ecuador.

“Dije ‘Diosito, tú me cerraste la puerta, por algo tiene que ser’”, recuerda Mora. “Me devuelvo con mi hijo que es la felicidad mía”.

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Ángel Bruges y su esposa llegaron a Bogotá en 2019 y empezaron a vender empanadas venezolanas desde un carrito. Desde entonces, su negocio ha crecido, tienen dos carros más grandes y un local y el año pasado pudieron traer a su hija.

“No hemos descansado de trabajar”, manifiesta Bruges, de 50 años, que tenía una tienda de ramos generales en Carupano, en el este de Venezuela.

En Venezuela la familia se las arreglaba con la tienda y el sueldo de maestra de su esposa, pero no conseguían pollo, carne u otros alimentos.

Ahora tienen un permiso para residir legalmente en Colombia durante 10 años, pero el negocio de las empanadas está en problemas desde que muchos venezolanos se han ido del país.

Bruges cuenta que echa de menos a su madre, que no puede emigrar debido a su edad y permanece en Venezuela, sufriendo las “carencias” del país.

“Que no hay luz, que no hay internet, que no hay gas, que no hay gasolina, no hay transporte”, explica. “Vas a los hospitales y no hay medicinas”.

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