Hoy se cumplen 23 años desde que se interrumpió el devenir democrático del país con la disolución del Congreso de la República y las instituciones tutelares de nuestro Estado de derecho. Fue un acto autoritario y sorpresivo, así como debidamente calculado y programado por el gobierno de ese entonces. Han pasado ya, sin embargo, suficientes años para tener una visión de lo acontecido con mayor perspectiva y serenidad. Asimismo, hay que anotar que la modalidad de “golpe de Estado” practicada, representaba una astuta manera “informal” de violar la Carta Democrática de la OEA y los principios democráticos vigentes.
Es cierto, por otra parte, que en 1992 el Perú vivía una situación difícil y se encontraba asediado por la incesante presión de Sendero Luminoso, ya no solo en la Amazonía y zonas rurales, sino también en las zonas urbanas, especialmente en Lima Metropolitana. A ello se sumaban los efectos de una severa política fiscal, un ajuste cambiario y la elevación dramática de los precios de los servicios públicos con una incidencia en todos los niveles de la sociedad.
Aunque ya se veía un poco la luz al final del túnel gracias a la reinserción financiera internacional que se iniciara en el segundo semestre de 1990, aún éramos vistos internacionalmente, en teoría, como un país de discutible viabilidad por razones como el terrorismo, el narcotráfico y la ausencia total de un planeamiento territorial.
No debe olvidarse, por cierto, que este renacimiento fue también en parte posible gracias a que el Frente Democrático integrado por el Movimiento Libertad, Acción Popular y el PPC aportaron un conjunto de reformas de primera generación que fueron transferidas al nuevo gobierno al fin del proceso electoral con el propósito de no demorar en el esfuerzo por atenuar el negativo impacto inflacionario que vivíamos en 1990. A lo que además se sumó luego el esfuerzo de los ministros de Economía y Finanzas designados, los aportes del Instituto Libertad y Democracia, del Fondo Monetario Internacional y del Banco Mundial.
Ante las circunstancias expuestas, era evidente que se necesitaba hacer un esfuerzo extraordinario para asegurar la estabilización económica y hacer frente al pernicioso avance de Sendero Luminoso y el MRTA, que venían erosionando los cimientos de la sociedad peruana.
La decisión del 5 de abril de 1992, la cual afectó profundamente la frágil estabilidad democrática, tan difícilmente instituida en el curso de nuestra historia republicana, se procuró justificar debido a una supuesta obstrucción del Congreso, que no permitía combatir en forma decidida el terrorismo. Hecho, por cierto, no verdadero ya que dichas facultades fueron otorgadas oportunamente y el Poder Ejecutivo contaba además para este fin con el apoyo pleno de las fuerzas políticas democráticas que tenían representación en la Cámara de Diputados y el Senado de la República.
Ante dicha realidad, siempre quedó en el tintero, el análisis de si era necesario quebrar la institucionalidad democrática para poner en marcha un plan eficaz frente al terrorismo. Los resultados obtenidos el 12 de setiembre de 1992 con la captura del cabecilla de Sendero Luminoso, Abimael Guzmán, han dejado en la población un sentimiento de justificación a lo sucedido que se apoya en el discutible y antiético concepto de “El fin justifica los medios”.
Por otro lado, se generó en las Fuerzas Armadas que respaldaban al gobierno, una necesidad de apoyo con el fin de cortar caminos y acelerar la recuperación económica ante los evidentes progresos que habían tenido nuestros países vecinos en las dos décadas precedentes. Sin embargo, los atajos y vías del autoritarismo sin los contrapesos de control que los medios de comunicación y el Congreso ejercen, abren los espacios para la corrupción y los desmanes que ya la historia registra de lo ocurrido en ese tiempo.
Es paradójico que en América Latina y particularmente en el Perú, la mayoría de las fuerzas políticas simpatizantes de las libertades económicas son en cambio partidarias del autoritarismo político. Esto, de otro lado, ocurre a la inversa en las fuerzas autodenominadas de izquierda, que asumen incluso liderazgo en la defensa de las libertades políticas y derechos humanos de primera, segunda y tercera generación, pero en cambio fomentan y apoyan el populismo y el estatismo en el área de las libertades económicas.
Lo preocupante de los sucesos de 1992 es que ya habíamos emprendido el camino para entender que la libertad es una sola, tanto la política como la económica; que son como el anverso y el reverso de una moneda. Sin embargo, el gobierno adoptó la vía del autoritarismo político y vigencia de las libertades económicas, señal inequívoca de lo que constituye la tradición conservadora de nuestro país.
A pesar de todo ello, en estas dos décadas el Perú ha cambiado mucho y para bien. Empero, aún necesitamos una segunda generación de reformas. La primera de ellas debe ser la reapertura del Senado, debido a que la nación necesita una institución tutelar con responsabilidades mayores a las de solamente velar por las demandas regionales.
Las instituciones del Estado requieren una estabilidad y seguridad integral que el Senado puede y debe cautelar. Por otro lado, otro grupo de reformas deben ir orientadas a permitir que el Perú se ordene mejor a través de entidades suprarregionales que den viabilidad a la infraestructura, la energía, el agua potable, el transporte o los puertos y que a su vez, con funcionarios competentes, puedan coordinar la ejecución de los proyectos de inversión.
Para crecer sostenidamente hay que equilibrar el territorio debido a su compleja geografía, reduciendo la desigualdad y corrigiendo la injusticia de quienes nacen en zonas y regiones más empobrecidas que las ciudades de la costa. La gestión del Estado debe modernizarse para atender los requerimientos de un país que debe acelerar su crecimiento económico de manera autosostenible.
La democracia, como todo sistema al servicio de las personas, tiene virtudes y también deficiencias y limitaciones. Sin embargo, tomando en cuenta nuestra idiosincrasia, pluralidad y herencia cultural, sobre todo en un país con una alta cantidad de gente joven que comparte una manera muy distinta y mucho más moderna de ver el mundo, no cabe duda de que nuestra realidad y nuestro futuro están íntimamente ligados a la permanencia de la estabilidad democrática y a nuestra integración latinoamericana con plena vigencia de las libertades políticas y económicas. Hoy, después de 23 años de nuestra última ruptura democrática, muchas cosas han cambiado para mejor y los peruanos hemos dejado atrás aquel 5 de abril que nunca debe volver. Por todo ello, la gran lección que nos deja la historia es que la libertad es siempre una sola y es así como debe mantenerse.