La abogacía, como profesión, tiene como fin supremo la justicia. Esto es, la vigencia de los valores constitucionales y el respeto del orden jurídico. Por ello, cuando un cliente potencial va donde un abogado, la pregunta central que debe formularse este último, antes de aceptar el patrocinio, no es si puede ganar el caso, si va a ganar prestigio o cuánto puede pagar el cliente. La primera pregunta que debe formularse un abogado es si lo que quiere el cliente es correcto, si es conforme al ordenamiento legal, si lo que busca es justo.
Si un cliente le debe a los trabajadores, tiene que pagar. Si un cliente debe impuestos, los tiene que pagar. Si ha causado daños, debe indemnizar y, si ha cometido un delito, debe ser sancionado. Las abogadas y los abogados no están para esquivar la ley, ni para lograr que sus clientes la evadan, ni para permitirles camuflar ilegalidades. Eso es una perversión que posee a quienes no se dan cuenta de que su profesión trasciende su ego, que el profesional del Derecho debe sentir en lo más íntimo indignación cuando quien gana no merece ganar, que su meta es siempre la justicia.
En ese sentido, el Código de Ética de los colegios de abogados establece, en su artículo 18, que uno puede defender a alguien que es culpable o responsable, pero no para que se le exima de dicha responsabilidad, sino para garantizar “el debido proceso y el reconocimiento de sus derechos dentro del marco jurídico aplicable”. Decir que nuestro cliente es inocente cuando es culpable o que no debe responder cuando sí tiene responsabilidad es mentir y va en contra de la verdad, que siempre ha sido una fuerza anímica cercana a la justicia.
Por supuesto, el caso es aun más grave cuando, como dice el código, “el fin o los medios propuestos para el patrocinio son ilegales”. El abogado, luego de examinar con diligencia el asunto antes de aceptar el encargo, si sabe o tiene indicios razonables de dicha ilicitud, está impedido de patrocinar. A los abogados no les dan el título para constituir empresas con el objeto de lavar plata, ni para esconder el dinero de un cliente que, por orden judicial, debe pagar la plata que debe. Todo esto es perversión que corrompe a quienes no sienten la misión de su profesión, a quienes la conciben como un instrumento para el enaltecimiento de su propio ego.
El abogado debe querer, con todo su ser, que su trabajo contribuya a la justicia, no que la pervierta. Debe entonces examinar con diligencia cuál es la verdadera finalidad del cliente, es decir, para qué se constituye la empresa, de dónde viene el dinero, hacia dónde va. No puede decir “yo no sabía” si es que pudo haber sabido. Sobre todo, un verdadero abogado debe querer saber para evitar hacer aquello que enloda su profesión. Y cuando, después de examinar con diligencia el asunto, encuentra indicios razonables de ilicitud, está impedido de aceptar el encargo. Esto lo debe hacer no solo porque son deberes éticos y puede ser duramente sancionado, sino porque le nace, porque representar a un corrupto, facilitando sus delitos, debería ser sentido como el peor de los destinos en su carrera.
Ahora que están los estudios de abogados en el ojo de la tormenta, vale decir también que la perversión en la profesión, lamentablemente, es algo que muchos de ellos transmiten de generación en generación. Muchos de los mejores estudios de abogados, por ejemplo, enseñan rápidamente a sus practicantes que el cumplimiento de la ley de prácticas, que establece un máximo de horas laborales, es para los sonsos, para los que “no la hacen”, para los que no serán contratados, para los no exitosos. Hay muchos estudios que incumplen sistemáticamente esa ley y hacen que sus practicantes también la incumplan y mientan en sus convenios de prácticas.
¿No se dan cuenta de que es una enseñanza terrible para un joven que estudia la carrera? ¿No perciben que están enseñando que quien está en la posición de poder hace con la ley lo que quiere? ¿No notan que son un pésimo ejemplo? Probablemente no. Y es que parece que no sienten en su profesión algo que vaya más allá de su propio interés, de su propia imagen, de su propio placer. En gran medida, creo que estamos ante una profesión pervertida por el narcisismo de sus profesionales, que se sienten más allá del bien y el mal y no sienten la justicia y la verdad como fuerzas que animen su trabajo.