Como se sabe, el amparo –al igual que otros procesos constitucionales– ha sido instituido como un instrumento legal de defensa contra los abusos del Estado –y sus instituciones–, así como de los particulares. Y tiene gran predicamento en la América Latina, en donde existe con el mismo nombre o con otros similares (como son la acción de tutela en Colombia, el mandato de seguridad en el Brasil, entre otros).Pero desde que apareció formalmente en nuestro país en 1979, ha sido no solo debidamente reglamentado, sino usado para los fines más diversos. Algo de esto mejoró con la sanción del Código Procesal Constitucional en el 2004 y ha contribuido a ello cierto direccionamiento jurisprudencial –del cual existe una importante resolución reciente del Tribunal Constitucional–, pero es obvio que la tendencia al uso del amparo no decrece. Y esto se debe a varias razones.
Una de ellas es la desesperación del justiciable que no encuentra mejor vía que esa para impedir o detener un atropello. Otra es cuando no existe realmente una vía satisfactoria. Y finalmente, porque los abusos del Estado tienden a crecer –como lo demuestran, entre otros, la Sunat y la ONP– y además por la ineficiencia del Poder Judicial, pues los jueces constitucionales que con tanto empeño se instalaron hace algunos años están prácticamente en vías de extinción. Aun más, rebasados por la carga procesal, algunos jueces –no todos por cierto– recurren por la “improcedencia”, pues es la manera más rápida de quitarse un problema de encima con la apariencia de seriedad y con la esperanza de que el superior haga lo que él no hizo. Son los llamados “jueces de la improcedencia” que los abogados bien conocen.
Por eso, sin negar el exceso o abuso de los amparos –fenómeno conocido como amparitis o amparismo en otros países–, bueno es decir que la culpa no solo es de los particulares, sino también de los órganos del Estado, de las deficientes sentencias del Poder Judicial –cuando son recurridas en amparo– y en general del aparato del poder, que en este país se ha vuelto cada vez más abusivo. Esto incluye a las comisiones investigadores del Congreso de la República, en donde el vedetismo de sus miembros pugna por los titulares de los medios, olvidándose que ahí también rige o existe un matizado debido proceso.
El amparo en nuestro país se inicia como proceso en el mundo judicial y generalmente termina ahí. Los que llegan al Tribunal Constitucional realmente son muy pocos. De ahí que la Academia de la Magistratura tiene una gran responsabilidad en la formación de los jueces en lides constitucionales, de los que en este país se sabe tan poco. Dicho de otra manera: los jueces y también los fiscales, por más virtudes que pudieran adornarlos, están ayunos de conocimientos de derecho público y por cierto de derecho constitucional, pues nadie se los enseñó y tampoco la carga laboral les permite cubrir ese vacío. Y como no existe entre nosotros estudios serios ni menos aun becas para hacer tales estudios, las deficiencias tienden a incrementarse.
No se puede negar a las personas el derecho de acceso a la justicia o al proceso, y más aun si tienen justificadas esperanzas de que pueden sus demandas ser atendidas. Pero quien debe ser el filtro de tales pretensiones es el buen juez, sobre la base de legislación vigente y de la jurisprudencia constitucional existente. Y por cierto de algo de doctrina en los casos difíciles. No creo que sea necesario nada más.