De manera acertada, en un artículo publicado en estas páginas, el ministro Jaime Saavedra ha propuesto un debate (“Proponiendo un debate (más allá de los gestos)”, 4 de marzo del 2016). Como él, creo que es bueno para el país discutir públicamente temas esenciales. Coincidimos en que la educación es uno de ellos. Pero, a diferencia de Saavedra, creo que el debate debe empezar por el qué –ese en el que el ministro supone que todos estamos de acuerdo–, para luego atender el cómo y el cuándo.
Cuando aludo al qué, me estoy refiriendo a la finalidad de la educación que, de un tiempo a esta parte, ha devenido en una confusa noción de calidad. Y es que antes de la irrupción de la calidad, los fines educativos se centraban en la formación de personas para la construcción de un tipo de sociedad y de Estado. Hoy esos fines le han cedido el paso a los resultados de aprendizaje y han quedado atrapados en la idea, incompleta por cierto, que propone que todo existe en tanto sea posible de ser medido.
Al vaciarse de sentido el sentido, la calidad educativa adopta con absoluta libertad formas distintas e incluso opuestas. Se vuelve un “significante vacío” que entonces es llenado ocasionalmente con los triunfos de aquellos que ganan en las batallas por el poder. De esta manera, esa calidad se coloca en el centro de las políticas, se apropia del sentido común y se naturaliza como lo correcto, aun cuando no necesariamente sea así.
Por ejemplo, sostengo que no es calidad educativa que un grupo de estudiantes con mejores habilidades y en mejores condiciones obtengan mejores resultados, mientras que estudiantes sin habilidades excepcionales y en malas condiciones obtengan pequeños resultados. Es cierto, los colegios de alto rendimiento (COAR) son –como dice Saavedra– “centros que permiten que un niño brillante que nació en Condorcanqui, con padres con muy pocos recursos, logre una educación que le permita acceder al bachillerato internacional”. Sin embargo, la pregunta es: ¿Cuánto tiene que esperar un niño no brillante que nació en Condorcanqui, con padres con muy pocos recursos, para tener una buena escuela en su comunidad? ¿Qué sucede con ellos?
O, por el contrario, considero que sí es calidad educativa que todos los jóvenes, independientemente de sus características socioeconómicas, étnico-culturales o familiares, tengan la garantía de que toda la oferta universitaria disponible opera en condiciones básicas de calidad. Porque, como sostiene el ministro: “Pareciera que no importase que sea un mercado imperfecto, en el que las decisiones son casi irreversibles...”. Con la regulación universitaria, el Estado cumple con su tarea de protegernos de inequidades y se asegura de que una persona mejor educada aportará más al desarrollo del país y al fortalecimiento de la democracia.
Por eso es importante debatir sobre el qué. La determinación de ese qué y del sentido de educar permitirá que la decisión de dónde invertir primero y más cobre sentido, que la discusión sobre el gasto recurrente o el de capital salga de una trampa y que, además del importante esfuerzo fiscal, se redistribuyan los recursos del sector, respondiendo a orientaciones preestablecidas.
La estrategia de que una excelente y moderna locomotora arrastrará de mejor manera los vagones (a veces un tanto destartalados) para llegar a destino es solo una hipótesis de trabajo y una perspectiva política. Se trata, por lo tanto, de decisiones, de énfasis, de prioridades que no son arbitrarias ni están libradas al azar. Administrar mejor la precariedad mientras se gestiona exitosamente la excelencia es un enorme riesgo en el futuro.
Atendiendo a su llamado, ministro, iniciemos el debate sin demora. No dudo de que entre los desacuerdos y las coincidencias encontraremos la mejor manera de fortalecer la responsabilidad del Estado en el aseguramiento de una educación de calidad para todos. Por lo pronto, yo estaré siempre a favor de acabar con las desigualdades educativas. La calidad de algunos no es mejor educación. Son solo mejores resultados. ¿Cómo cerramos esas brechas?