(Ilustración: Giovanni Tazza).
(Ilustración: Giovanni Tazza).
Leda Pérez

Cuando llegué al Perú, hace cerca de 15 años, fui impactada casi simultáneamente por dos prácticas. La primera, que en buena parte de los diarios y revistas salían mujeres desnudas, semidesnudas o en poses sexualmente sugestivas (es cierto que vengo del país del ‘sex, drugs & rock and roll’, pero la verdad es que hasta ahora no he visto una calata en “Newsweek”). La otra, la regularidad con la que veía a mujeres que transitaban por las calles en mandiles o uniformes de trabajadoras del hogar. Pensando en la marcha , se me vienen a la cabeza estas dos prácticas porque se me ocurre que son fenómenos emblemáticos de la violencia que se expresa cotidianamente contra las mujeres peruanas –en especial, de aquella violencia que pone a cada cual en “su sitio”–.

En cuanto a lo primero, el concepto de la aniquilación simbólica (o, como decía Pierre Bourdieu, violencia simbólica) es instructivo para entender el daño que causa el uso continuo de estereotipos como el de las mujeres como objeto sexual, en roles inferiores o, incluso, en la creación de la imagen de un prototipo de mujer deseable o perfecta. Si bien esta violencia no viene con golpes físicos, sus efectos son de largo aliento y forman parte de un nefasto tejido que posiciona a las mujeres como “el otro”, en un estatus inferior, deslegitimizándola y haciéndola menos significante.

Respecto de lo segundo, el trabajo doméstico remunerado representa una de las mayores fuentes de empleo para las mujeres en América Latina. En el Perú, ellas constituyen aproximadamente el 3% de la PEA ocupada. Si bien es cierto que en la actualidad la mujer peruana participa en una variedad de trabajos –de hecho, más de la mitad de nuestras compatriotas trabajan fuera del hogar a cambio de alguna remuneración–, es igualmente cierto que así seamos una trabajadora del hogar o la rectora de una universidad, el trabajo de la casa sigue recayendo sobre nuestros hombros. O lo hacemos directamente, o nos apoyamos en alguien de la familia, o contratamos a quien lo haga. Pero lo que es cierto es que en la mayoría de veces la responsable final va a ser una mujer.

Que una mujer sea quien se ocupa del trabajo de la casa muestra una segmentación que ha servido por siglos –y no solo en nuestro país– para ubicar a las mujeres en relación con los empleos que pueden desempeñar y las remuneraciones que pueden obtener. Ello asegura sueldos inferiores, no solo para aquellas que hacen este trabajo como su empleo principal, sino también para asegurar que aquellas que salen a trabajar –bien sea como trabajadora en una factoría o como profesional en una empresa– también experimenten una brecha salarial.

El Perú no es un caso único en el mundo. En el 2016, la Organización Internacional del Trabajo reportó que, dadas las tendencias actuales, demorará 70 años para que las mujeres lleguen a ganar igual que los hombres. Y si bien estas brechas existen por varias razones, incluida la discriminación simple y dura, uno de los factores más importantes está atado a la cantidad de horas que pueden trabajar las mujeres a diferencia de los hombres, justamente por las demandas hogareñas que compiten con sus posibilidades de salir a trabajar o la cantidad de horas que pueden dedicar al trabajo. También sabemos que si las mujeres dejan su carrera por algún tiempo (por ejemplo, para atender a niños o adultos en condición de dependencia), les resulta más difícil reingresar al mundo laboral. La segmentación laboral está viva y coleando, y mientras más “feminizados” sean los trabajos, menos pagan. Como se diría en mi país natal, “It just doesn’t pay to be a woman” (“ser mujer no paga”).

Entonces, cuando por tercera vez en menos de un año y medio se convoca a las ciudadanas y a los ciudadanos a las calles para solidarizarse con las mujeres que han sido víctimas de violencia, yo aplaudo. Y concuerdo con la necesidad de llamar la atención, una y otra, y todas las veces que sean necesarias.

Pero también me pregunto: ¿por qué seguimos en esta situación deplorable? Entre enero y setiembre del presente año, el MIMP registró 65.989 casos de violencia atendidos en sus centros emergencia mujer (CEM), 85% de los cuales tuvieron como víctimas a mujeres. De los casos atendidos, el 45% se compone de violencia física o sexual. En el mismo período, el número registrado de feminicidios fue de 94 casos y 175 tentativas. ¡Y esto es tan solo lo que se ha podido registrar! Ni hablar de lo que se mantiene en la invisibilidad, que con seguridad no es poco.

Por ello, aparte de la importancia de salir a las calles y de elevar nuestras voces de protesta, debemos preguntarnos sobre la permanencia de las condiciones que dan pie a los actos de violencia tan repugnantes que motivan esta marcha, así como aquellas que son menos visibles pero que establecen las condiciones estructurales y permanentes (la mujer objeto, la mujer inferior) que facilitan y normalizan las agresiones que vemos a nuestro alrededor regularmente.

Pienso que el problema de fondo puede resumirse en una frase infeliz que escuché alguna vez: “La ley, al igual que las mujeres, está hecha para ser violada”. Pues si los códigos de nuestra sociedad nos siguen tildando, por un lado, de objetos para el placer o el vicio de otro; y, por el otro, de una fuente barata y desechable para la reproducción social, entonces, ¿cuál es el mensaje que se está transmitiendo, una y otra vez, por una variedad de canales tanto escritos, hablados y también codificados en nuestros actos? Es, precisamente, este pensamiento el que tenemos que combatir –en las calles, sí, pero también en nuestras casas, trabajos, espacios públicos y, claro, siempre en nuestras aulas universitarias–.

Un artículo de “The New York Times” de junio citaba a la lideresa feminista Gloria Steinem diciendo: “Me alegro de que hayamos comenzado a criar a nuestras hijas más como nuestros hijos, pero nunca tendrá resultado [en los cambios sociales por los cuales apostamos] hasta que criemos a nuestros hijos en la misma forma que criamos a nuestras hijas”. Efectivamente, si vamos a atacar la raíz del problema, hay que trabajar para eliminar los estereotipos de género que nos siguen colocando en las posiciones (entre otras) mencionadas líneas arriba; hay que incidir ahí donde nace la violencia, aquella que nos cataloga como objetos y como inferiores y, por ende, hace fácil nuestra aniquilación, tanto simbólicamente como en la vida real.