En el Perú, construir una trayectoria política duradera es difícil. Sin organizaciones políticas funcionales o la posibilidad de reelegirse, lo único previsible para los políticos peruanos es el calendario electoral. Todo lo demás es incertidumbre. Debido a ello, no es sorprendente que se comporten como criaturas extremadamente cortoplacistas. Y esto es algo muy malo para la democracia en su conjunto.
La muestra más evidente del problema es el actual Parlamento. Es, en términos simples, un Congreso de amateurs. De acuerdo con sus trayectorias políticas, disponibles en los portales Infogob y Voto Informado del Jurado Nacional de Elecciones, 72% de los actuales congresistas no cuenta con ninguna experiencia previa en cargos de elección popular. Es la primera vez que ejercen un cargo electo. Medida en años, su experiencia promedio es menor a dos, y solo seis de 130 tienen experiencia en un puesto no electo de alta relevancia pública: tres exministros de Estado, dos exautoridades de órganos autónomos y un excomandante general del Ejército.
Si bien el amateurismo ha sido acentuado por el carácter transitorio de este Congreso, de ninguna manera dista de la tendencia general. En el anterior, el 53% de los parlamentarios no tenía experiencia previa y el promedio en años no superaba un periodo municipal: era menor a cuatro años.
Esto tiene consecuencias reales para el funcionamiento de la democracia. En primer lugar, carreras fugaces o intermitentes impiden acumular el conocimiento y la experiencia necesarios para impulsar legislación sustantiva. No es sorprendente que nuestros congresos sean máquinas de proyectos de carácter declarativo. Peor aún, generan incentivos para ganar réditos políticos inmediatos o, directamente, obtener beneficios personales. En lo que va del año, el actual Parlamento ha aprobado piezas de legislación para devolver fondos inexistentes, formalizar transporte inseguro, facilitar la especulación de terrenos e incorporar a miles de docentes que habían sido retirados de la carrera magisterial. Solo en algunos casos retrocedieron.
Segundo, los políticos pasajeros tienen un débil compromiso con las normas democráticas. La democracia funciona cuando los actores apuestan por ella y restringen sus impulsos de corto plazo en favor de ganancias posteriores. Estos aceptan perder elecciones cuando saben que tendrán otra oportunidad para ganar más adelante. Evitan utilizar los códigos nucleares de la Constitución (como los que permiten disolver al Congreso o vacar al presidente) porque no quieren sufrir sus efectos cuando les toque gobernar. Sin embargo, este razonamiento solo funciona cuando los agentes se proyectan en el tiempo, no cuando el horizonte de vida pública es menor a un quinquenio.
Visto así, tarde o temprano el ejercicio del gobierno dividido decantaría en los extremos que hemos visto en este período: un Congreso disuelto y tres procesos de vacancia en menos de cinco años. En paralelo a la descomposición de los partidos, el oficio de la política ha caído en desuso. En la actualidad, el sistema político peruano no es solo la tierra de los independientes sino también de los novatos.
Desde la promulgación de la Ley de Partidos Políticos el 2003 (hoy, Ley de Organizaciones Políticas) diferentes reformas han buscado fortalecer la representación fijando estándares para la conformación de partidos y promoviendo mecanismos de democracia interna. Sin embargo, han sido menos frecuentes las medidas que alienten el desarrollo de carreras políticas.
Por el contrario, el marco institucional se ha vuelto cada vez más hostil. Paradójicamente, debido a efectos no deseados de las reformas destinadas a vigorizar a los partidos, pero, sobre todo, por la prohibición de la reelección inmediata en casi todos los cargos de elección popular. En el 2000, 2015 y 2019 se reformó la Constitución para restringir la reelección del presidente de República, alcaldes y gobernadores, y parlamentarios, respectivamente. Una candidata que quiera cimentar su trayectoria en el nivel local tendrá que aceptar intervalos fuera del cargo incluso siendo notablemente popular. Lo mismo para una congresista: cinco años a la banca, a menos que quiera ir probando suerte en el nivel subnacional y viceversa.
Estos intervalos de tiempo son kriptonita para los políticos, especialmente cuando no hay organizaciones partidarias en las cuales refugiarse. De hecho, el simple impedimento de trazar un horizonte sostenible desincentiva a aquellos que se planteen seriamente perseguir una carrera política y, por el contrario, alienta a quienes estén interesados en obtener réditos inmediatos. Un período es suficiente para hacer buenos negocios; escaso para implementar proyectos serios.
Si queremos una mejor política, la prohibición de la reelección debe ser revisada. Un debate más profundo es necesario. Por otra parte, existen medidas que pueden contribuir al fomento de carreras políticas sostenibles. Una de ellas es el financiamiento público directo. Este permite nutrir a los candidatos con los recursos que necesitan para hacer política, además de generar incentivos para la permanencia en una sola organización. Entre los aspectos más positivos del reciente proceso de reforma se encuentra la modificación de puntos importantes en materia de financiamiento, lo que puede ser el inicio de un proceso paulatino que incremente los montos asignados a los partidos y amplíe sus reglas de uso.
La política es un oficio. Acaso un oficio impopular, pero necesario. Aprenderlo requiere de tiempo, de constancia y de recursos. De lo contrario, estaremos condenados a la improvisación y al sobresalto.
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