Después de veinte años de desarrollo económico y social, turbulentos pero democráticos, el Perú ha caído en un desbarajuste institucional.
La causa de este desarreglo hay que buscarla en uno de los hábitos más perversos de nuestra cultura política: el uso de la ley como si fuera un puñal. Es una costumbre vieja en el país, pero después del gobierno de Alberto Fujimori, que hizo de este método su marca registrada, tuvimos tres períodos gubernamentales durante los cuales hubo mesura. La matonería jurídica, practicada sobre todo por apristas, no pasaba de una comisión investigadora congresal.
En el 2016 un muro de contención mental se derrumbó en la política peruana. La idea de que hay leyes que deben usarse solo en situaciones excepcionales y que las normas y los procedimientos no pueden ser interpretados de modo retorcido, desapareció de la mente de algunos en el poder. La nueva ola de incontinencia legal empezó ese año cuando el JNE sacó de la carrera electoral a Julio Guzmán y a César Acuña. Qué triste que en aquella ocasión partidarios de Alfredo Barnechea y de Kuczynski respaldaran estas decisiones.
El virus, que podríamos llamar del atropello disfrazado de razonamiento jurídico, empezó entonces a infectar todas las esferas del poder. Convirtiendo la ley, que se inventó para que nadie sea víctima de arbitrariedades, en instrumento de arbitrariedad.
Vinieron luego los intentos del fujimorismo de vacar a PPK. Lo intentaron dos veces en tres meses, lo que en su momento fue un récord. Estos intentos fueron el disfraz legal de la frustración de Keiko Fujimori por su derrota. Como Donald Trump en estos días, Fujimori quiso usar el derecho para mitigar su cólera. La diferencia es que allá sí hay jueces independientes e instituciones fuertes que están resistiendo. Y aquí ese tipo de personas e instituciones parece que no existe.
Las taimadas maniobras fujimoristas causaron no solo la renuncia de un presidente elegido, sino que reforzaron la creencia que la interpretación sesgada de la ley, el “derecho a la carta”, sirve para anular adversarios. Si una resolución administrativa puede acabar con dos candidaturas, si mociones de vacancia motivadas por despecho pueden cambiar el resultado de una elección, ¿por qué no cerrar el Congreso? Y así fue. Vizcarra, que no había sido elegido como tal, cerró un Parlamento justificándose con arbitrarias interpretaciones legales.
El Tribunal Constitucional validó el golpe de Vizcarra sin considerar dos cosas: primero, que la obstrucción en un régimen presidencialista es algo que lamentablemente ocurre. Segundo, la negación fáctica no existe. En las democracias el momento de los “No” y los “Sí” de los congresistas es sagrado. Nada “fáctico” puede reemplazar la expresión clarísima de cada uno de ellos.
Y así llegamos a la injustificada y en general repudiada vacancia de Vizcarra, que es responsabilidad moral de Manuel Merino y sus secuaces, pero consecuencia de este clima de permanente deformación del contenido de los procedimientos democráticos alentada desde todos los sectores políticos.
El panorama para el 2021 es desolador. Los precedentes creados en estos últimos cuatro años hacen que la situación sea como un duelo en el lejano oeste. Hay que ver quién saca la pistola primero. Si las cosas siguen así, será el lado que sienta más respaldo popular.
Aunque hay un problema de diseño de procedimientos, el problema más serio y más difícil de solucionar tiene que ver con la cultura política que se ha sedimentado en nuestro país.
Hace falta insertar en la mente de los peruanos que las leyes existen para contrarrestar los impulsos de la gente, no para alentarlos.
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