¿Tiene límites el derecho de los estados a conceder asilos? Cuando hablamos de asilo es importante que el lector comprenda que estamos ante una institución diseñada con una sola finalidad: la protección estatal urgente a un no nacional que es objeto de persecución política o ideológica por parte de las autoridades de otro Estado. Estamos, pues, ante una figura de corte humanitario.
En su versión más clásica, en el llamado “asilo territorial”, el individuo perseguido ya se encuentra en el territorio del Estado protector. En América Latina hemos gestado una modalidad alternativa, el “asilo diplomático”, que implica que la persona en peligro todavía se encuentra en el país que le persigue. Como primer paso, el individuo se refugia en alguno de los locales de la misión diplomática del país al que acude en socorro, por ejemplo, una embajada. Confiado en que dicho espacio es jurídicamente inviolable (no es un pedazo de ese país en otro país, por favor), espera a que el Estado en cuestión responda a su solicitud. Si la respuesta es positiva, el Estado que persigue debe emitir un salvoconducto que garantice que la persona podrá salir de dicho territorio para por fin “asilarse” en el país que ha decidido protegerlo. La regulación jurídica regional del “asilo diplomático” se encuentra prevista en la Convención de Caracas de 1954, documento ratificado tanto por el Perú como por Uruguay. Es allí donde la polémica en torno a la viabilidad de la solicitud presentada por Alan García ante el embajador uruguayo se encuadra.
Para la Convención de 1954, el Estado asilante tiene un derecho a calificar “unilateralmente” la situación de urgencia y persecución del solicitante. ¿Significa esto que Uruguay tiene libertad absoluta, carta blanca para decidir si el ex presidente es un perseguido político en peligro de perder su vida o su integridad? Es decir, ¿el Perú debe conceder el salvoconducto para García sin margen para la protesta en caso de que Uruguay conceda el asilo diplomático? Contrariamente a lo que algunos especialistas señalan, creo que el derecho internacional no avalaba en 1954, y mucho menos hoy, que el Perú deba cruzarse de brazos ante una situación como la que hoy enfrenta la cancillería.
El derecho internacional Público, ese que regula –entre otras cuestiones– las relaciones entre los estados, descansa sobre una piedra angular: la buena fe. La buena fe, como principio del orden supranacional, demanda de los estados una actitud transparente en sus decisiones, que no pervierta el sentido de las instituciones y, sobre todo, un accionar sin malicia. La decisión de conceder o no el asilo a favor de García por parte de Uruguay encuentra allí un límite ético último, pues la discrecionalidad del derecho a asilar no puede justificar un acto arbitrario. Lo primero que debería evaluar seriamente Uruguay, entonces, es si realmente el ex presidente es un perseguido político que se encuentra en urgente peligro. Por las declaraciones de los defensores de García en las últimas horas, todo parece indicar lo contrario, es decir, que en el Perú no hay atisbo alguno de persecución política en su contra sino más bien un deseo torcido de malversar el asilo para escapar a la acción de la fiscalía y el Poder Judicial. ¿Qué dirán los otros ex presidentes investigados y a quienes se han aplicado medidas más restrictivas que el mero impedimento de salida del país? Por ello, Uruguay no debería conceder el asilo a García.
¿Qué sucede si Uruguay persiste? Creo que la cancillería puede válidamente oponerse a entregar un salvoconducto. Un asilo concedido sin buena fe no puede condicionar el accionar del Perú en esta materia. El lector no debe asustarse, el derecho internacional ampara esta posibilidad en la figura de las “contramedidas”: si tú incumples, yo dejaré también de cumplir. ¿Qué podemos ganar si hacemos esto? Que el ex presidente no salga del país, y que, eventualmente, ante la presión política que la cancillería ya ha iniciado para evidenciar que lo que se pretende es un fraude, continúe la investigación en suelo patrio.
Es verdad, esto podría terminar en un litigio ante la Corte Internacional de Justicia. Pero créame, querido lector, si fuera así, tendríamos todas las de ganar. El derecho internacional no ampararía nunca un asilo concedido de mala fe, mucho menos un asilo concedido en abuso de derecho.