Tomás Unger Golsztyn

Hace unos cinco años Jorge de Losada nos invitó a su casa para presentarnos a una amiga. Era una señora que, luego de haber vivido en la selva y quedar enamorada de ella, quería comunicarnos su preocupación por la depredación. Bárbara D’Achille nos habló con vehemencia y honda preocupación de lo que estaba sucediendo en nuestra selva y otros lugares del país. Con detalles técnicos, que ninguno de los presentes estaba en condición de evaluar, nos describió la desaparición de las especies y las consecuencias funestas de la actividad irresponsable sobre la ecología.

Bárbara quería que se hiciera algo por salvar la flora y fauna de nuestro país; quería que la oigan todos, sobre todo las autoridades responsables y los ciudadanos conscientes. Se me ocurrió conectarla con el director de este periódico. Confieso que lo hice con cierta duda, pues oír a una persona convincente no es lo mismo que leerla, y Bárbara quería escribir. Poco después vi un artículo en la página editorial con su firma. Cuando lo leí, tuve una gran satisfacción, era excelente.

En poco tiempo Bárbara se hizo conocer, se ganó el respeto de todos los que la leyeron y se hizo cargo de una página completa dedicada a la ecología. Probablemente la mejor de su tipo en idioma castellano; al menos yo no he visto una mejor... y veo muchas. Nos habíamos hecho amigos y frecuentemente me llamaba para que la ayudara a conseguir información. No se satisfacía con unos cuantos datos, quería ir al fondo en todo lo que estudiaba y no ahorraba esfuerzo. Nunca escribía sobre algo que le habían contado, iba al sitio a verlo, a preguntar y formar su propia opinión. A veces eso significaba días enteros a pie por la selva; otras veces interminables horas en camión, pero Bárbara tenía un físico privilegiado y una salud a la altura de sus demandas.

En más de una ocasión la oí decir “yo como de todo y duermo en cualquier parte... de veras que no me molesta; por supuesto que prefiero mi camita y un buen restaurante, pero después de mis viajes los aprecio más”. No era una obsesa ni una fanática; era una mujer normal a la que le gustaba vestirse bien, reunirse con los amigos, ir al cine... Bárbara vivía en Barranco, a pocos minutos de Miraflores, y frecuentemente pasaba por mi casa, camino a la suya. Siempre nos sorprendía con los nombres de los sitios improbables que acababa de ver o estaba por visitar. Le preocupaba la falta de interés de la gente en los problemas que ella conocía tan bien y cuyas consecuencias nos afectarán a todos.

Si hubo alguien que nunca hizo daño a nadie, no tuvo nunca una intención oculta en sus opiniones y se interesó solo por el bien común, fue Bárbara D’Achille. No entiendo qué tipo de locura lleva a alguien a hacerle daño a una persona así. Su trabajo comenzó a tener efecto. La gente, y hasta algunas autoridades, comenzaron a tomar conciencia del problema. Bárbara comenzó a recibir reconocimientos, invitaciones y premios. Le dieron una gran satisfacción, pero sobre todo porque “hacían resaltar el problema de la ecología”. Cuando se enteró de que mi hijo –quien escribía sobre el mismo tema en el “Suplemento Dominical”– había emigrado, muy apenada me dijo: “Uno menos”. Se habían hecho muy amigos y compartían la misma profunda preocupación. El sábado último pasó delante del café donde conversaba con un amigo. Me preguntó por mi hijo, pero no pudo quedarse a oír la respuesta. Se iba a comprar provisiones. “Mañana salgo a la sierra... a mi regreso hablamos”. Nunca más hablaremos.


–Glosado y editado–

Texto originalmente publicado el 4 de junio de 1989.


*El Comercio abre sus páginas al intercambio de ideas y reflexiones. En este marco plural, el Diario no necesariamente coincide con las opiniones de los articulistas que las firman, aunque siempre las respeta.

Tomás Unger fue un destacado investigador científico

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