En ocasión de las conmemoraciones por el Día de la Mujer del pasado 8 de marzo, resulta propicio traer a la memoria el recuerdo de aquellas mujeres que han formado parte del escenario social del Perú. Es el caso de las llamadas “rabonas”, leales compañeras del soldado, quienes en su singular rol de mujeres de guerra corrieron la suerte del sacrificio a lo largo de gran parte del siglo XIX.
Las rabonas fueron aquellas mujeres que acompañaron a los soldados en las campañas militares que ocurrieron durante el siglo XIX, se desplazaban a retaguardia de las tropas, aunque muchas de sus labores se desarrollaban en la vanguardia, adelantándose a la llegada de los soldados. En ocasiones han sido referidas como “vivanderas” o “cantineras” al interior de las organizaciones militares; sin embargo, su función no ha sido de diversión. El apelativo de “rabonas” es muy antiguo y difundido, llamadas así con desdén por la incomprensión de su rol en la vida del soldado y su representación social, humildes que marchaban atrás y hasta con el cabello recortado; por el contrario, estas esforzadas mujeres lo dieron todo antes, durante y después de cada batalla.
Los orígenes de las mujeres en la guerra las tenemos desde las campañas militares de la civilización incaica. Ellas transportaban las cargas de los ejércitos (Cieza de León, Espinoza). A inicios del siglo XIX, se encuentran acompañando a los soldados indígenas de los ejércitos realistas en la guerra contra las revoluciones de la independencia. En las memorias del general realista Andrés García Camba, este señala su participación en la Batalla de Umachiri del 11 de marzo de 1815, durante el cruce del río Llallimayo, donde la retaguardia fue cubierta “por la valentísima defensa en que trabajaron hasta las mujeres de los soldados”.
En vano intentaron los jefes realistas separar a las mujeres de sus soldados. El General Joaquín de la Pezuela, en sus memorias al frente del Ejército Realista del Alto Perú, menciona que “los soldados no comían en rancho, ni era posible hacerlo porque todos tenían sus mujeres siempre al lado…; ellas mismas buscaban la comida, robándola casi siempre en los pueblos de indios cuando el ejército estaba pasando. Siempre iba delante de las marchas y cuando el soldado llegaba al punto de la jornada ya la mujer le tenía hecha la comida…”. Ni la llegada del General José de La Serna en 1817, con su experiencia militar peninsular aplicada en el virreinato del Perú, pudo cambiar esa modalidad.
A finales de 1822, durante la guerra de la independencia, el viajero y marino francés Gabriel Lafond las observó y las menciona como “las rabonas”, refiriendo de ellas: “Es difícil concebir el valor de estas pobres mujeres, todas las privaciones que resistieron, y todo sin quejarse” (CDIP, T. XXVII, Vol.2, p. 183). En 1834, los testimonios de Eugene de Sartiges y Adolphe de Botmiliau, expresaron su admiración: “las rabonas están con él en todas partes y lo siguen en sus marchas más penosas, llevando a veces un hijo sobre los hombros y otro suspendido a sus vestidos. Se ha visto al ejército peruano… recorrer hasta veinte leguas por días, entre las montañas, sin que jamás lo abandonaran las mujeres”.
La escritora francesa de familia peruana, Flora Tristán, en las crónicas de su estadía en el Perú –entre 1833 y 1834– dice de las rabonas que “son mujeres indígenas que abrazan ese modo de vida voluntariamente y soportan las fatigas y afrontan los peligros con un valor…, sucesivamente expuestas al ardor abrasador del sol de las pampas y al frío de las cimas heladas de las cordilleras”.
El viajero suizo Johan Jacob von Tschudi, en la década de 1840, escribió: “Estas mujeres no causan molestia alguna al avance rápido de las columnas, al contrario, lo facilitan al aliviar a los soldados de parte de sus trabajos y les proveen descanso y alimentación... Durante las batallas se mantienen cerca de las tropas sin estorbarlas, después del combate buscan a los heridos y los curan”.
Eran estas mujeres una de las expresiones del Perú decimonónico, tiempo compartido con las “tapadas”, aquellas famosas por sus encantos con finas telas en placenteros paseos por alamedas capitalinas; mientras, las rabonas sufrían los esquivos de la sociedad, miradas con desprecio y dejadas de lado por escritores, eran las mujeres que junto a las tropas recorrían cumbres y abismos con pesadas cargas, llenas de estoico sacrificio.
Su participación trasciende la independencia y las encontramos en las guerras republicanas de la época de los caudillos hasta finales de la Guerra con Chile.
Entonces, las rabonas eran las mujeres de la guerra, esposas o concubinas de los soldados, eran toleradas por los jefes para facilitar la adaptación del recluta y evitar su deserción, así se fueron integrando a la vida militar, donde encontraron un rol excepcional en la historia. Fueron acompañantes del soldado en la vida de campamento, en las marchas y en pleno combate. Demostraron ser infatigables en las zonas más agrestes del país, desplazándose a la par del soldado, adelantándose a las zonas de descanso para preparar los alimentos, cargando utensilios de cocina y los magros enseres para el reposo. Muchas sumaban a un niño de pecho y hasta transportaban un arma. Además, no rehuían al combate; por el contrario, con valor llegaban a empuñar las armas contra el enemigo y sin reparo alguno a los fuegos de la batalla atendían a los heridos hasta caer con ellos o llevarlos desconsoladamente a la sepultura.
Sir Clements Markhan, en 1881, refirió de ellas: “fieles y sufridas criaturas que siguen a los ejércitos en sus largas y fatigosas marchas… No reciben ración, sino que se alimentan con parte de la que toca a sus cónyuges… casi siempre se ingenia para tener con que humedecer los labios del herido. Otras veces, puede vérsela buscando el yacente cadáver de su amado…indiferente a las balas que silban en su derredor…su solo pensamiento era socorrer al que ama y generalmente perecer en el campo de batalla”.
Sus nombres, que han estado cubiertos por el olvido, ahora cobran valor, pues el pasado 8 de marzo se declaró Patrimonio Cultural de la Nación al expediente que contiene la relación de las mujeres conocidas como “rabonas”. Son 1.160 mujeres registradas en diciembre de 1880 junto con el nombre del soldado al que seguían, integrando 13 batallones del Ejército que acudieron a las Batallas de San Juan y Miraflores por la defensa de Lima; entre estos, el “Ayacucho 9 de Diciembre Nº 5″, “Tarma Nº 7″ y “Concepción Nº 27″.
José Torres Lara, presente en la Batalla de Miraflores, las describe en sus memorias como heroínas. Menciona a una mujer que llevó el agua para su compañero e invitaba a las tropas, que los exhortaba reciamente para el combate: “y ahora nos alentaba con sus bríos, puesto un sombrero de junco con cinta de los colores nacionales, el traje enrollado a la cintura y su dotación de tiros en su falda, y su rifle en la mano”.
Las rabonas resultaron esenciales en los ejércitos del siglo XIX, soporte moral y asistencia del soldado, conjugaron la rigidez de la vida militar con las arraigadas costumbres sociales de los soldados particularmente andinos. En la guerra con Chile llegaron hasta la última batalla de Huamachuco, convertidas en la presencia directa del pueblo en las guerras; es decir, fueron la nación en los destinos del Perú.
El Centro de Estudios Histórico Militares del Perú, custodio de su memoria, les rinde homenaje a las rabonas, develando una Placa de Honor en la Cripta de los Héroes de la Guerra de 1879, con los nombres de ellas, en representación de su ingreso al santuario patriótico. Un justo reconocimiento a la mujer que acompañó al soldado peruano en las horas de la batalla, superando a pie las escabrosas alturas andinas y las calientes arenas del desierto costero, cubiertas solo de la fidelidad en el sacrificio por su hombre de armas hasta el fin. Las rabonas ahora se cubren de honor y gloria.