Asociación Civil Transparencia reveló cifras de congresistas sancionados en los dos primeros años de la actual gestión. (Foto: Agencia Andina)
Asociación Civil Transparencia reveló cifras de congresistas sancionados en los dos primeros años de la actual gestión. (Foto: Agencia Andina)
José Luis Sardón

Dada la importancia de la organización del tiempo en todos los asuntos humanos, quizá el aspecto crucial de la reforma política sea el calendario electoral. Actualmente, como sabemos, tenemos elecciones simultáneas para el Ejecutivo y el Legislativo cada cinco años.

El presidente de la República propone reintroducir el Senado, pero manteniendo la renovación simultánea del Ejecutivo y ambas cámaras legislativas. A mi criterio, debiera aprovecharse la reintroducción del Senado para establecer una renovación escalonada del Ejecutivo y de las dos cámaras legislativas.

Este modelo supondría, por lo pronto, tener elecciones más frecuentes. Ciertamente, un axioma de la política es que, a mayor frecuencia de las elecciones, mayor control tienen los electores sobre los elegidos. Además, en una perspectiva comparada, nuestras elecciones generales son demasiado espaciadas.

Argentina, Brasil, Colombia, Chile y México –por no hablar de los Estados Unidos– tienen elecciones más frecuentes, sean estas simultáneas o escalonadas. Colombia, por ejemplo, tiene elecciones simultáneas como nosotros, pero cada cuatro años. Argentina, Brasil, Chile y México, en cambio, tienen variantes de elecciones escalonadas.

En México, por ejemplo, el presidente de la República y el Senado se renuevan cada seis años, pero cada tres se renuevan todos los diputados. El paradigma es Estados Unidos, donde el presidente se renueva cada cuatro años, los representantes cada dos y los senadores por tercios también cada dos, durando así seis años.

A mi criterio, el calendario electoral debería mantener el mandato presidencial de cinco años, pero reduciendo el de los diputados a dos años y medio, y estableciendo que el de los senadores sea de siete años y medio, renovándoselos por tercios cada dos años y medio.

El calendario electoral es importante en cualquier esquema de gobierno, pero lo es más todavía en el presidencialismo. A diferencia de lo que ocurre en el parlamentarismo, en este el pueblo puede dividir su voto –‘split the ballot’–, entregándole el Ejecutivo a un partido político y el Legislativo a otro.

Con un calendario escalonado, el pueblo podrá dirimir los conflictos entre ellos. Un presidente con respaldo de mayoría congresal, que empieza a hacer mal uso del poder, podrá ser oportunamente castigado. Inversamente, un presidente acorralado por una mayoría adversa, podrá ser respaldado, si los electores lo estiman necesario.

Con este calendario electoral, probablemente, el 28 de julio de 1987, al iniciar su tercer año de gobierno, el entonces presidente Alan García no habría propuesto la estatización del sistema financiero, ni el presidente Alberto Fujimori habría recurrido a las medidas inconstitucionales del 5 de abril de 1992.

Un calendario de este tipo permitiría que nuestro sistema político desarrolle una mayor eficiencia adaptativa –término acuñado por Douglass North para describir la capacidad de ajuste a las circunstancias cambiantes del entorno–, ya que combinaría elementos de cambio y de continuidad en los poderes elegidos.

Las posibilidades de cambio total actuales serían sustituidas por opciones alternadas de cambio fuerte y débil. La fuerte sería cuando toque renovar al presidente de la República, a la totalidad de los diputados y a un tercio de los senadores. La débil, cuando se pueda renovar solo a la totalidad de los diputados y a otro tercio de los senadores.

Esta combinación de oportunidades de cambio fuerte y débil ayudaría a separar mejor lo malo –que se debe cambiar– de lo bueno –que se debe mantener–. Las posibilidades de renovación total cada cinco años no han cumplido con su promesa de permitirnos tomar el cielo por asalto.